sábado, 13 de diciembre de 2008

niños del demonio

Cuando iba al parvulario cogía los chicles del suelo y me los metía en la boca. Esto es rigurosamente cierto. No sólo del suelo, también de las patas de las sillas, del interior del cajón de los pupitres o de los percheros de plástico atornillados a la pared. Los cogía todos y me los metía en la boca. Y ala, a masticar que son dos días.
Después me los tragaba.
Me he tragado centenares de chicles mascados por decenas de personas que ahora tendrán hijos y negocios propios, o que quizá estén muertos o en el extranjero, aunque dudo mucho que esto quiera decir algo. Era algo compulsivo, irracional, y como tal inevitable. Pero de vez en cuando, después de tragármelos, tenía unos tremendos y bastante complejos ataques de culpa, que dada mi (comprensible) incapacidad para ciertos niveles de comunicación, terminaban casi siempre en una explosión de llanto. Imaginaba mi interior (no sólo mi estómago, todo mi interior) como un infierno hecho de chicle que atascaba y enredaba mis órganos internos, que poco a poco los devoraba. Estaba, sin duda, condenado. No podía creer que fuera capaz de una monstruosidad así, estaba arruinando mi vida. Pero 20 minutos después ya estaba cogiendo otro chicle del suelo y metiéndomelo en la boca, maldito ser perverso, es que no tienes remedio.
Con los chupetes pasaba algo parecido (1)
Mi relación con los chupetes fue difícil, intensa y basada en la poligamia. Según me han contado (apenas recuerdo nada, claro) llevaba, siendo apenas un bebé, una ristra de chupetes de peso y tamaño similares al que debía tener yo. Cogía uno, lo exprimía hasta que dejara de tener sabor a chupete (2), lo soltaba, cogía el siguiente. Y así con todos. Todo el rato. Quizá ya era un adicto a los chupetes siendo bebé, y he venido a no parar desde entonces.
Ahora tengo treinta años y estoy aquí sentado explicando esto.

(1) Quizá en realidad no era parecido, pero ya que estoy, lo cuelo. A criterio de cada cual lo dejo.
(2) digo yo