miércoles, 4 de noviembre de 2009

Diario de Chile, 5. SÁBADO

De nuevo en el piso del Jorge. Camila y yo llegamos tarde, o lo que a mí me parece tarde, cerca de la una y media de la madrugada (cinco y media de la madrugada en mi país y en mi cabeza). Al vernos entrar, el portero corrió a decirnos sus cosas de portero (los vecinos se quejan, los carabineros vienen, la vida no vale la pena).
Tomamos vino del que hay en la casa y del que Cami y yo trajimos de la Reina (Lo compramos en un comercio que era todo verjas y distancias y desconfianza, y un engorro para pagar y sujetar la compra a la vez. “Atienden así, con la verja cerrada, para que no les roben“, dice Cami).
“Es Halloween“, dice alguien. ¿dónde vamos? Hay un tazón con sangre falsa (Ketchup, azúcar y no sé qué) expectante y amenazante sobre una estantería. Hay discusiones un tanto infantiles acerca de quién pone la música y qué tipo de música y durante cuanto tiempo. No todos ponen canciones pero todos, incluido yo, participamos en las discusiones, que en general entretienen más que la música. Fumamos como carreteros, especialmente un servidor (Hay un chileno que se muere en todos los paquetes de tabaco de Santiago. Siempre el mismo. Como fumo unos dos paquetes y medio de veinte cigarrillos al día, es de lejos la persona a la que más he visto y con quien más he tratado desde que llegué, si bien se trata de una relación unidireccional. Es un señor mayor. Cabizbajo. Tiene cara de que sus hijos hace tiempo que no le visitan. Tiene un tubito de plástico saliendo de la nariz que le conecta a algo que o bien es una tetera antigua o bien una bombona de oxígeno). Somos ocho personas en la casa. Algunos se duermen o parece que se duermen. Al rato despiertan, conversan, toman, duermen de nuevo. Hay protestas por lo tarde que es, todos quieren ir a algún sitio pero no acaban de ponerse de acuerdo. El proceso de movernos acaba siendo lento y repleto de amagos y falsos intentos.
Salimos con la intención de ir a comprar “pitos” a unos conocidos de Jorge, son cerca de las cuatro de la mañana. Doy por supuesto, cuando dicen “vamos a ir en auto”, que alguien más aparte de Camila tiene coche (el razonamiento es simple: somos ocho personas. En cada coche cabe un máximo de cinco personas. Vamos a ir en coche. Vamos, por tanto, a ir en dos coches).
Subimos los ocho en el coche de Camila.
Jorge nos lleva a un sitio que más tarde alguien me explicará que era “Santa rosa con Coquimbo“. Nadie me explica en el momento qué tipo de zona es. Alguien ha traído el bote de sangre y nos pintamos durante el trayecto porque Daniela, una de las chicas, ha oído decir que la fiesta donde vamos es más barata o quizá gratuita si vamos disfrazados. Todos parecen de acuerdo en que mancharnos la cara con esa mezcla de Ketchup y edulcorante equivale a disfrazarse. Nadie hace caso de mis protestas y acabo tan rojo y viscoso como los demás. Trato de parecer enfadado pero se me escapa la risa. En cuanto llegamos al cruce de calles acordado, una melé de tipos sin camiseta y a buen seguro armados (Y quiero decir: A BUEN SEGURO. Y quiero decir: ARMADOS) surgen de la nada corriendo en dirección al coche y haciendo señales que en cualquier país del mundo quieren decir PARA y quieren decir también AHORA. Alguien, no lo recuerdo bien pero creo que Cami, dice “cerrad los seguros, subid las ventanas“. Jorge dice “no pasa nada, yo los conozco, no pasa nada“. Nos piden, aunque quizá pedir no es el verbo adecuado, que bajemos del coche. Hay dos tipos heridos en la acera. Uno tiene un disparo en la pierna. Otro un navajazo en la espalda. Ninguno de los dos parece estar muy grave, aunque si hay algo en el mundo de lo que seguramente no sé nada es de navajazos y disparos. Quieren que los llevemos al hospital. Cami y Carla, que van en el asiento delantero, se quedan en el coche. Los heridos llegan hasta el auto sangrando pero por su propio pie. De repente los tipos reparan en nuestras caras. Nuestras caras están llenas de sangre. Alguien pregunta que si hemos tenido un accidente. Por un momento, vista desde ellos, la situación debe haber sido: ahí vienen esos tipos que acaban de abrirse todos la cabeza con el auto a llevarnos a nosotros al hospital, porque nos han baleado y acuchillado. Un chico verdaderamente joven que resulta ser hermano de uno de los heridos (o que al menos se refiere a él sin parar como “mi hermano mi hermano”) me da la bienvenida a Chile cuando le comentan que recién llegué. Le doy las gracias. Esperamos sentados en la acera a que vuelva el coche. Algunos de los tipos se acercan por turnos a agradecernos la ayuda y a intentar conseguirnos los pitos. Daniela dice sin parar y sin que nadie se lo haya preguntado que su pelo rubio es teñido, que no es para nada natural (Al parecer, según la leyenda, este tipo de animales sin camiseta del intestino grueso de Santiago tienen alguna clase de preferencia por las mujeres rubias). “Soy teñida, de verdad, esto no es mío. Mira, ¿ves?, aquí debajo es negro”, dice. Yo le pregunto a la persona sentada a mi derecha--y aunque pretendo que suene a broma creo que no doy con el tono adecuado--¿esto sucede cada fin de semana?, ¿esto sucede cada fin de semana?.
-- Se portaron bacán. Uno decía “aprisa, duele, aprisa, duele”, pero se portaron bien--me dice Cami, cuando finalmente nos recoge.
Nos movemos hacia el bar Mala Vida, en los alrededores de (o quizá en la propia) calle buenos aires. Voy sentado encima de un tipo de lo más simpático que se llama Néstor, y que apenas se queja del entumecimiento en la pierna izquierda producido por mi peso. No se queja, seguramente, por buena educación. Y porque debe estar más concentrado en el entumecimiento de su pierna derecha, provocado a ratos por Jorge, a ratos por Daniela.
Al bar Mala Vida le quedan unos treinta minutos para cerrar. Nos hacen precio: mil pesos por persona (apenas un euro y poco), pero nadie quiere pagarlos por tan poco tiempo. Alguien dice “fiesta en Seminario”, y volvemos al coche. Pasan autos de los carabineros y yo diría que nos ven. Que ven a ocho locos con la cara llena de sangre abarrotando un Hyundai blanco. Pero no nos paran. No nos gritan. No dicen nada. Sentado sobre Néstor, con la cara roja y viscosa, conversando, pienso “estás demasiado viejo para esto. Asúmelo, para esto estás viejo ya” .
Sigue divirtiéndome la forma de tratarse de los amigos de Cami. Carecen de ese grado de retentiva ( ese filtro mínimo) al que estoy acostumbrado (y desde que llegué a Santiago soy especialmente consciente de que eso es a lo que estoy acostumbrado). Cuando a uno de ellos le molesta un comentario parece de verdad enojado, pero al momento se le pasa, y así con todo. Nadie hace el más mínimo esfuerzo por equilibrar su expresividad o sus palabras. Que se me entienda: No es que en Barcelona yo me dediqué a salir con ancianas que toman todo el día té y llevan puesta por cara una máscara de rigor mortis. Pero sí que estoy acostumbrado a que si alguien, por ejemplo, insiste en hacer una broma que ya ha dejado de tener gracia, tú vas y lo dices. Quiero decir que simplemente lo dices. No saltas como si quisieras matarle a él y a toda su familia. No al menos como primera reacción. No sé si me explico. De hecho lo estoy releyendo y yo diría que no. En fin, que son muy expresivos. Y que toda esa expresividad instantánea me resulta (me lo resulta al menos borracho y con un ojo tapado por la sangre falsa que me gotea desde el pelo) auténtica. Y que vamos en coche. Y que somos ocho. Y que viva el pisco. Y que lo estoy pasando bien.
La fiesta en Seminario ha terminado cuando llegamos. Hay gente amontonada en la puerta y gente saliendo del local. Hacen comentarios sobre nuestro aspecto. Son las cinco y media de la mañana chilenas. Alguien dice “hay un after en calle Brasil“, y volvemos al coche.
El áfter en calle Brasil resulta ser una casa antigua, oscura y gigantesca, llena por completo de tipos con aspecto de ser todos muy malos, haber crecido en la calle y estar buscando pelea. El suelo es de madera y más que temblar se dobla con los saltos y los pasos de baile de la gente.
¿Te gusta el sitio?, pregunta Camí.
- Como reformatorio sí.
Mientras espero a que me sirvan en la barra un pisco cola (hay que esperar, la policía está fuera, no se sirve hasta que se vayan), asisto a una pelea. Es rápida. Básica, simple, escasamente coreográfica. En los ambientes por los que acostumbro a moverme nos amenazamos. Nos decimos cosas como “tú a mí no me conoces”; o bien “tú no me has visto enfadado“; o bien “no te pases un pelo“. Nos empujamos. Ponemos cara de infectados por un virus militar descontrolado. Pero a las manos se llega poco. Poco y mal (Cuando nos amenazamos tanto, lo que en realidad estamos esperando es que alguien nos separe sin haber llegado a pelear y sin haber quedado como un cobarde). Esta pelea es en cambio automática. Carece por completo de ritual o introducción. Dos miradas, puñetazos, un tumulto, gente que corre. Fin.
Es aquí, en la barra, esperando mi pisco, donde tengo mi primer--y dadas las circunstancias absolutamente inverosímil--flashback chileno.
Pero lo más impactante y sin duda divertido y el motivo por el que me lo acabaré pasando increíblemente bien hasta bien entrada la madrugada es que:
En la sala principal, todos los chicos malos y todas las chicas salvajes están bailando:
a) Britney Spears; b) música tradicional chilena; c) salsa.
¿Alguien en su sano juicio imagina una Rave clandestina en un caserón a las afueras de Madrid o en una masía abandonada cerca de Barcelona en la que la gente lo de todo bailando Paquito el chocolatero? ¿Alguien imagina a un montón de tipos duros y ombligos de mundos oscuro y la fiesta alternativa bailando a Britney Spears?
Daniela y Jorge me sacan a la pista. Jorge es un tipo que hace trabajos creativos mezclando fragmentos de libros y conversaciones del mesenger, y también es un tipo estupendo. La gente a veces se sorprende y a veces se ríe de nuestras caras ensangrentadas, que están cada vez más secas y grumosas. Bailo considerablemente mucho teniendo en cuenta mi biografía, soy incapaz de dejar de reír, y acabo haciendo un montón de nuevos amigos a los que seguramente nunca más volveré a ver.
(nota final: después de una noche con peleas, navajazos, disparos, amenazas y trafico de drogas acabo por estar apunto de morir…..abriendo la ventana de mi cuarto. Dada su ubicación, es imposible abrir o cerrar dicha ventana sin subirse encima de la cama. Como ya he dicho, el colchón tiene una forma deliciosa de hundirse por varios sitios. Como ya he dicho, bebimos bastante durante la noche. Fue apoyar un pie sobre la cama y (lo juro) verme a mí mismo cayendo, gritando en el aire, aplastándome contra la acera. Me agarré, no sé muy bien cómo dado mi estado, al marco de la ventana.
No tardé en quedarme dormido.
Dormí de un tirón y como un angelito.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Diario de Chile, 4. Yes, weekend

VIERNES
Tomamos tragos por la tarde en un bar cerca de la universidad de Camila. Bebemos cartones de un vino espectacularmente barato (y que resulta ser bastante mejor que el vino barato que bebe uno en Barcelona). Pago en solitario algún que otro cartón y abastezco de tabaco al grueso del grupo. Por europeo, supongo. Somos siete personas, seis compañeros de carrera de Cami (tres chicas, tres chicos) y yo. El bar está lleno a reventar y suena como la inminencia de una hecatombe. Las mesas son de madera y crujen. Bebemos y bebemos. Cami, a quién todos llaman Cocó y que es un cielo, no para de decirle a sus amigos que la novela que estoy escribiendo va a ser grandiosa. Me refiero a que literalmente no para de decirlo. Les dejo a todos mi libreta para que anoten cosas que valga la pena ver en Santiago, ya sean monumentos o discotecas, museos o bares, personas o parques. La cosa empieza bien pero a medida que nos animamos las hojas se van llenando de chistes privados, direcciones de correo electrónico, números de celulares, slogans políticos, frases célebres de autores latinoamericanos, manchas de vino, dibujos de cabezas y brazos, inicios de relatos que nadie continúa. La libreta entera acaba por parecer el reflejo de la mente de un psicópata.
Nos movemos a casa de Jorge, uno de los chicos, cerca de la estación de Moneda. Seguimos bebiendo y a medianoche bajamos a la piscina de la sala de ejercicios del edificio. El portero protesta, pero al contrario de lo que sucede en las fiestas en Barcelona o Madrid, no le hacemos mucho caso. Por un momento, veo al pobre portero como al típico personaje secundario de comedia juvenil costumbrista, cómico a su pesar: es el contrapunto, la idea de orden que no nos alcanza, el marco contra el que se refleja nuestra--como diría el poeta--“juventud descarada“.
Junto a la piscina, que cubre lo suficiente como para que no te mates si te lanzas de cabeza, hay de máquinas para hacer ejercicio con aspecto de, digámoslo así, antiguas, y que borrachos como estamos no sirven para nada (aunque alguno que otro lo intenta). Nos desvestimos y nos lanzamos al agua. Soy una década más viejo que Camila y varios años mayor que la mayoría de los presentes, pero igual chapoteo. Me sumerjo, salto, corro de un lado a otro de la piscina y nado como una perra en celo (No es nada sexual, es que no sé nadar). Jugamos a cosas a las que no jugaba desde la época en que intentaba convencer a todo el mundo de que eso que tenía encima del labio era un bigote y no una pelusilla, y en fin, me divierto. Para ser jóvenes y para ser artistas y para estar en la capital, comparados con los de Madrid, estos chilenos no se drogan nada. Beben mucho, verdaderamente mucho, pero de lo otro nada, apenas fuman unos “pitos” de marihuana. Marihuana y para de contar (propuesta transatlántica de entretenimiento: que algún chileno pruebe a salir de fiesta por España y se acerque a alguien y le pida “un pito” a las tres de la mañana. O lo meten en un psiquiátrico o lo meten a árbitro)
Casi todos los gays presentes muestran en algún momento algún interés por mí. Ninguna de las mujeres presentes da la más mínima muestra de estar interesada (de todas maneras, tengo novia) (Todo esto es una tradición que arrastro desde España: Si yo hubiera sido gay, me habría sido difícil conciliar un trabajo y una vida normal con mi vida sexual. Me habría hinchado a follar de una forma grotesca. Habría muerto, como acostumbra a decirse, de éxito. Como hetero, en cambio, hay que admitir que no le he dado demasiadas alegrías a mi bando. Mi delgadez histérica y mis ojos grandes, mi cuerpo de niño desnutrido de treinta años, tienen un éxito nada despreciable en el universo gay. La mayoría de hombres heterosexuales no entienden que alguien como yo pueda resultar atractivo. Ni a hombres ni a mujeres ni a dios padre nuestro señor. Resulto para ellos algo así como el rival débil, esa cosa sin tórax que habla más bien poco, alguien a quien ni siquiera tener en cuenta en caso de competición. Eso es una ventaja, está claro, o debería haberlo sido, de haber sido yo un poco más espabilado en lugares como discotecas o clubes. Pero ese es otro tema).
De vuelta en el departamento de Jorge viene más gente y traen pisco, y pruebo finalmente el pisco con coca cola. Paso buena parte de la noche hablando y bebiendo vino con Christopher, un compañero de universidad de Cami que se parece a Nick Drake (un parecido que aumenta a medida que bebo, hasta el punto en que llego a tener la sensación de estar hablando con Nick Drake). Es un tipo divertido y espigado, de charla agradable, que escribe textos en los que Van Gogh habla en primera persona. Caigo poco, pero caigo, en mi habitual tristeza de mitad de la fiesta (esa ausencia de sentido que le agarra a uno sin avisar en mitad de la diversión y la locura).
En algún punto las horas se vuelven líquidas, se escurren rápidas y borrosas, manchando de vino la madrugada y la alfombra de Jorge. La distancia hasta la comuna la Reina se me antoja imposible en mi estado y me acabo quedando dormido sobre la alfombra en cuanto me dicen que el metro no abrirá hasta las ocho de la mañana.

Cuando despierto tengo más treinta y un años que cuando me acosté. Tengo una resaca adulta, una resaca con acento de Valladolid y tarjeta de visita, una resaca mucho más acorde con mi edad que con mi aspecto físico. Viene acompañada de una mala leche cósmica, universal. Compruebo que han pasado cosas. Por ejemplo: mis gafas de sol de patilla blanca que si le echas ganas recuerdan a las gafas de Elvis y si no pues no, han muerto por aplastamiento, un homosexual encantador que me ha dejado libros de Lemebel se ha sentado encima de ellas. Los chicos siguen en la casa, distribuidos aquí y allá, fumando pitos o durmiendo. Son las once de la mañana chilenas y decido volver a la Reina.
Salgo a la calle sin mis gafas de sol y compruebo que sí, que mi reseca es ciertamente espléndida, compendio y a la vez homenaje a la LA RESACA. Un bloque de cemento en el centro de mi cabeza, enorme y des sincronizado con respecto a mi propio movimiento. Si yo me muevo a la izquierda, el bloque se desplaza a la derecha, golpeando con estridencia mi cavidad craneal. Si me detengo en un semáforo, el bloque sigue hacia delante llevado por la inercia.
Camino por la avenida Libertador Bernardo O’higgins sin acabar de dar con la siguiente combinación: cafetería abierta donde se pueda fumar y quiosco abierto donde comprar prensa. Quiero un diario chileno para envolverme la cabeza y la resaca mientras las sumerjo en litros de café. Quiero también un váter. Necesito expresarme. Soy todo amor por dentro.
Lo que si consigo son unas gafas de sol nuevas en un puesto de venta callejero.
Entro en un comercio. Pido un croissant. Me dan un tíquet. Tengo que ir con el tíquet al otro lado del comercio. En el otro lado del comercio me dan otro tíquet conforme les he entregado el primer tíquet. Vuelvo a donde empecé y entrego el segundo tíquet. Me dan el croissant. Salgo a la calle y lo muerdo. Queda automáticamente insertado en mi dentadura sin posibilidad alguna de ser masticado. Lo arranco de entre mis dientes y lo tiro a la basura.
Compro una magdalena, o lo que en mi tierra llamamos magdalena y aquí Muffin. Miro hasta tres veces la fecha de caducidad de esta cosa con aspecto y textura de magdalena pero con sabor de infancia desgraciada porque no me creo que pueda estar bien. Lo tiro a la basura. Tengo un ataque de esnobismo de barrio de clase media alta barcelonesa que crece y se transforma en un ataque de cólera contra todo Santiago (que digo Santiago, contra todo Chile, este país con forma de espagueti lanzado contra la encimera para ver si está ya o no en su punto, este país de cordilleras de suspenso en geografía y temblores de tierra homosexuales). Encuentro finalmente un café. Me acerco a la barra y pido, ruego, imploro, que me sirvan el café más cargado de café que haya habido jamás sobre la tierra. Entro en el lavabo pero no hay papel de váter, de hecho apenas hay váter, hay que fijarse para ver la taza. Salgo y pido papel confort, entro de nuevo justo a tiempo para descubrir que el pisco resulta ser un laxante excelente.
Ya de vuelta del infierno, tomo el café (cargado, maravillosamente cargado), y me relajo leyendo prensa. Como un sándwich de ave con queso. Me entero en la sección de cultura de la tercera de que Ray Loriga da una charla hoy en la feria del libro, y me animo y decido que iré a verle.
Al salir del metro, ya en príncipe de Gales, busco la referencia con la que suelo orientarme para coger bien mi calle y no acabar caminando hasta la frontera con Argentina: Piñera, pensativo y esquinado, diciéndole a los narcos lo que piensa hacer con ellos, lo poco que les queda de alegría si llega al poder (¿porqué los eslóganes de la derecha se parecen siempre tanto en todas partes?). Una vez sé dónde está Piñera poniendo firmes a los narcos, ya sé dónde está mi casa. Así funcionan las cosas.
Llego a mi departamento sin mayores problemas.

diario de chile, 3

Diario de chile, 3

La noche del jueves 29 de octubre asisto a mi primer temblor de tierra chileno. Es un temblor infantil, escasamente masculino, como si un niño de tres años jugara a intentar moverme el escritorio. El temblor me coge donde y como debe: escribiendo y con un cigarrillo entre los dientes, bebiendo vino chileno de madrugada y en calzoncillos.

Callejeo con Camila por el centro de Santiago el mediodía del viernes, después de desayunar y pasear por la comuna. (una cosa: desayunar por aquí no es precisamente fácil. La Reina no va sobrada de cafeterías. En Barcelona es imposible caminar cien metros sin encontrar un bar, una cafetería o un restaurante. En realidad es imposible caminar sin encontrar un bar, una cafetería y un restaurante. Aquí no sólo es posible si no en ocasiones agonizante. Especialmente recién levantado. Desayuno fuera de casa desde que dejé de gatear, pero no parece que en Príncipe de Gales haya mucha gente que comparta esa costumbre. Además, la cafetería--por llamarlo de alguna manera--más cercana a mi departamento es un McDonald’s, con su idéntica en cualquier lugar del mundo arquitectura de McDonald’s, algo así como si al arquitecto le hubiera sobornado o amenazado de muerte una empresa de excedentes de plástico para que lo usara indiscriminadamente durante la construcción. Un McDonald’s en el que por supuesto no se puede fumar).
Gran parte del centro de Santiago tiene aires de mujerona vieja o de puta digna. Hileras de casas de una altura saltable con pértiga, a veces incluso sin pértiga, esquinas de boulevard de barrios bajos de Los Ángeles, puestos de venta ambulante (y aquí estos puestos resultan espectacularmente ambulantes. A veces tiene uno la sensación de que ni siquiera llegan a estar quietos). Hay una suciedad alegre, etérea y difícil de explicar, como si a todo le faltara una última capa de políticamente correcto, o como si fueran los edificios y las calles y no las personas quienes se pasaran la vida fumando. Las construcciones típicas de Santiago--esas casas de una o dos plantas, con grietas y maderas viejas, con verjas y vallas oxidadas--hacen pensar en esas caras mezcladas con tierra que les quedan a las personas que han vivido toda su vida trabajando la tierra y el campo, esas arrugas y marcas hechas de arena y barro que son en sí biografías. Algo así parece recubrir gran parte de la ciudad.
Otra cosa del centro de Santiago: La maderas crujen. Hay madera. Mucha. Cruje. Uno sube una escalera de madera y la escalera cruje (y al parecer, escaleras de madera hay unas cuantas). Uno camina sobre un suelo de madera y el suelo cruje (y al parecer, suelos de madera hay unos cuantos). Los marcos de la ventana de mi pieza son de madera y no sólo crujen, hacen un (perturbador) sonido de tranvía cada vez la abro. Quiero decirlo: La madera en España no cruje. La madera en España dejó de crujir hace mucho tiempo. Quitamos la madera de muchos sitios, y allí donde quedó le enterramos los crujidos en barniz, se los plastificamos y estilizamos hasta hacerlos desaparecer. Chile cruje. España no cruje. Es una diferencia. Es importante.
Después de hacer un poco de turismo, Camila me lleva a su universidad, la universidad de arcis, donde ella y sus amigos estudian actuación teatral (aquí es una carrera. Cuatro años). La facultad se parece, más que a un edificio de y para estudiantes, a una casa okupa cualquiera de Barcelona. Se compone básicamente de construcciones a las que podríamos llamar o bien hangares o bien barracones, en los que al parecer se ensaya y se hacen todo tipo de ejercicios, y de otro tipo de espacios más cercanos a la idea estándar de un “aula“. Todo el mundo aquí viste como si pasara su ropa por una trituradora entre el momento de comprarla y el momento de ponérsela, o como si intercambiaran entre ellos jirones de prendas de ropa arrancados en plena crisis de ansiedad. Me siento en la terraza con Cami y sus amigos, me pongo las gafas de sol una y otra vez (porque Cami no hace más que quitármelas) y fumo como un carretero: estoy un poco nervioso. ¿porqué?
Me choca (si bien no resulta para nada desagradable, más bien al revés) la ausencia de distancia en el trato con esta gente. El trato entre ellos y, sobretodo, el trato de ellos conmigo. Yo he estudiado en la facultad de ciencias de la comunicación de la Universidad autónoma de Barcelona, en Bellaterra. Allí hay una distancia. No estoy hablando de una cuestión física o no estoy hablando sólo de una cuestión física. Entre conocidos, hablando o caminando juntos por un pasillo: la distancia parece otra. Y por supuesto, la distancia con respecto a alguien que te acaban de presentar es muy otra. Esta inmediatez, esta cercanía instantánea, me descoloca y me divierte (estoy intentando evitar expresiones como “espacio vital” o “invasión de espacio vital”. No sé porqué estoy intentando evitar expresiones como “espacio vital” o “invasión de espacio vital”)
Cuando acabo el paquete de tabaco lo tiro al suelo con un disimulo europeo del que al momento me avergüenzo. Aquí no hay un centímetro de suelo vacío (sin un trozo de madera, botella, lata o envase de comida). Aquí hay un gallo que alguien ha dejado tirado por ahí y que cacarea como si le fuera la vida en ello. Hay alguien clavando unas maderas rectangulares encima de otras maderas rectangulares con un martillo. Hay ensayos de danza que parecen terapias de grupo para epilépticos. Hay movimiento y gritos y olor a comida. Hay cartones de vino y gente vendiendo de todo. Hay gente que se levanta y se abraza y se sienta y se dispersa. Pero yo tiro el paquete de tabaco vacío como si me fuera a abroncar mi madre, y sólo cuando nadie está mirando.
Por toda la universidad hay carteles electorales de Arrate, el candidato comunista a la presidencia del gobierno (al parecer llego a Chile justo en el inicio de la campaña electoral). El cartel es una foto de tres cuartos del propio Arrate, sin mucho truco, con la palabra “Allende” escrita al fondo. Supongo que Allende, como Perón en argentina, sigue siendo un fantasma vivo, algo que aún mueve conciencias en una dirección o en otra. Camila me cuenta que Arrate (que aparenta tener la misma edad que el comunismo en sí) es (como seguramente lo sería en casi cualquier facultad relacionada con alguna materia artística de mi país) el candidato preferido de la gente de su universidad.