lunes, 2 de noviembre de 2009

Diario de Chile, 4. Yes, weekend

VIERNES
Tomamos tragos por la tarde en un bar cerca de la universidad de Camila. Bebemos cartones de un vino espectacularmente barato (y que resulta ser bastante mejor que el vino barato que bebe uno en Barcelona). Pago en solitario algún que otro cartón y abastezco de tabaco al grueso del grupo. Por europeo, supongo. Somos siete personas, seis compañeros de carrera de Cami (tres chicas, tres chicos) y yo. El bar está lleno a reventar y suena como la inminencia de una hecatombe. Las mesas son de madera y crujen. Bebemos y bebemos. Cami, a quién todos llaman Cocó y que es un cielo, no para de decirle a sus amigos que la novela que estoy escribiendo va a ser grandiosa. Me refiero a que literalmente no para de decirlo. Les dejo a todos mi libreta para que anoten cosas que valga la pena ver en Santiago, ya sean monumentos o discotecas, museos o bares, personas o parques. La cosa empieza bien pero a medida que nos animamos las hojas se van llenando de chistes privados, direcciones de correo electrónico, números de celulares, slogans políticos, frases célebres de autores latinoamericanos, manchas de vino, dibujos de cabezas y brazos, inicios de relatos que nadie continúa. La libreta entera acaba por parecer el reflejo de la mente de un psicópata.
Nos movemos a casa de Jorge, uno de los chicos, cerca de la estación de Moneda. Seguimos bebiendo y a medianoche bajamos a la piscina de la sala de ejercicios del edificio. El portero protesta, pero al contrario de lo que sucede en las fiestas en Barcelona o Madrid, no le hacemos mucho caso. Por un momento, veo al pobre portero como al típico personaje secundario de comedia juvenil costumbrista, cómico a su pesar: es el contrapunto, la idea de orden que no nos alcanza, el marco contra el que se refleja nuestra--como diría el poeta--“juventud descarada“.
Junto a la piscina, que cubre lo suficiente como para que no te mates si te lanzas de cabeza, hay de máquinas para hacer ejercicio con aspecto de, digámoslo así, antiguas, y que borrachos como estamos no sirven para nada (aunque alguno que otro lo intenta). Nos desvestimos y nos lanzamos al agua. Soy una década más viejo que Camila y varios años mayor que la mayoría de los presentes, pero igual chapoteo. Me sumerjo, salto, corro de un lado a otro de la piscina y nado como una perra en celo (No es nada sexual, es que no sé nadar). Jugamos a cosas a las que no jugaba desde la época en que intentaba convencer a todo el mundo de que eso que tenía encima del labio era un bigote y no una pelusilla, y en fin, me divierto. Para ser jóvenes y para ser artistas y para estar en la capital, comparados con los de Madrid, estos chilenos no se drogan nada. Beben mucho, verdaderamente mucho, pero de lo otro nada, apenas fuman unos “pitos” de marihuana. Marihuana y para de contar (propuesta transatlántica de entretenimiento: que algún chileno pruebe a salir de fiesta por España y se acerque a alguien y le pida “un pito” a las tres de la mañana. O lo meten en un psiquiátrico o lo meten a árbitro)
Casi todos los gays presentes muestran en algún momento algún interés por mí. Ninguna de las mujeres presentes da la más mínima muestra de estar interesada (de todas maneras, tengo novia) (Todo esto es una tradición que arrastro desde España: Si yo hubiera sido gay, me habría sido difícil conciliar un trabajo y una vida normal con mi vida sexual. Me habría hinchado a follar de una forma grotesca. Habría muerto, como acostumbra a decirse, de éxito. Como hetero, en cambio, hay que admitir que no le he dado demasiadas alegrías a mi bando. Mi delgadez histérica y mis ojos grandes, mi cuerpo de niño desnutrido de treinta años, tienen un éxito nada despreciable en el universo gay. La mayoría de hombres heterosexuales no entienden que alguien como yo pueda resultar atractivo. Ni a hombres ni a mujeres ni a dios padre nuestro señor. Resulto para ellos algo así como el rival débil, esa cosa sin tórax que habla más bien poco, alguien a quien ni siquiera tener en cuenta en caso de competición. Eso es una ventaja, está claro, o debería haberlo sido, de haber sido yo un poco más espabilado en lugares como discotecas o clubes. Pero ese es otro tema).
De vuelta en el departamento de Jorge viene más gente y traen pisco, y pruebo finalmente el pisco con coca cola. Paso buena parte de la noche hablando y bebiendo vino con Christopher, un compañero de universidad de Cami que se parece a Nick Drake (un parecido que aumenta a medida que bebo, hasta el punto en que llego a tener la sensación de estar hablando con Nick Drake). Es un tipo divertido y espigado, de charla agradable, que escribe textos en los que Van Gogh habla en primera persona. Caigo poco, pero caigo, en mi habitual tristeza de mitad de la fiesta (esa ausencia de sentido que le agarra a uno sin avisar en mitad de la diversión y la locura).
En algún punto las horas se vuelven líquidas, se escurren rápidas y borrosas, manchando de vino la madrugada y la alfombra de Jorge. La distancia hasta la comuna la Reina se me antoja imposible en mi estado y me acabo quedando dormido sobre la alfombra en cuanto me dicen que el metro no abrirá hasta las ocho de la mañana.

Cuando despierto tengo más treinta y un años que cuando me acosté. Tengo una resaca adulta, una resaca con acento de Valladolid y tarjeta de visita, una resaca mucho más acorde con mi edad que con mi aspecto físico. Viene acompañada de una mala leche cósmica, universal. Compruebo que han pasado cosas. Por ejemplo: mis gafas de sol de patilla blanca que si le echas ganas recuerdan a las gafas de Elvis y si no pues no, han muerto por aplastamiento, un homosexual encantador que me ha dejado libros de Lemebel se ha sentado encima de ellas. Los chicos siguen en la casa, distribuidos aquí y allá, fumando pitos o durmiendo. Son las once de la mañana chilenas y decido volver a la Reina.
Salgo a la calle sin mis gafas de sol y compruebo que sí, que mi reseca es ciertamente espléndida, compendio y a la vez homenaje a la LA RESACA. Un bloque de cemento en el centro de mi cabeza, enorme y des sincronizado con respecto a mi propio movimiento. Si yo me muevo a la izquierda, el bloque se desplaza a la derecha, golpeando con estridencia mi cavidad craneal. Si me detengo en un semáforo, el bloque sigue hacia delante llevado por la inercia.
Camino por la avenida Libertador Bernardo O’higgins sin acabar de dar con la siguiente combinación: cafetería abierta donde se pueda fumar y quiosco abierto donde comprar prensa. Quiero un diario chileno para envolverme la cabeza y la resaca mientras las sumerjo en litros de café. Quiero también un váter. Necesito expresarme. Soy todo amor por dentro.
Lo que si consigo son unas gafas de sol nuevas en un puesto de venta callejero.
Entro en un comercio. Pido un croissant. Me dan un tíquet. Tengo que ir con el tíquet al otro lado del comercio. En el otro lado del comercio me dan otro tíquet conforme les he entregado el primer tíquet. Vuelvo a donde empecé y entrego el segundo tíquet. Me dan el croissant. Salgo a la calle y lo muerdo. Queda automáticamente insertado en mi dentadura sin posibilidad alguna de ser masticado. Lo arranco de entre mis dientes y lo tiro a la basura.
Compro una magdalena, o lo que en mi tierra llamamos magdalena y aquí Muffin. Miro hasta tres veces la fecha de caducidad de esta cosa con aspecto y textura de magdalena pero con sabor de infancia desgraciada porque no me creo que pueda estar bien. Lo tiro a la basura. Tengo un ataque de esnobismo de barrio de clase media alta barcelonesa que crece y se transforma en un ataque de cólera contra todo Santiago (que digo Santiago, contra todo Chile, este país con forma de espagueti lanzado contra la encimera para ver si está ya o no en su punto, este país de cordilleras de suspenso en geografía y temblores de tierra homosexuales). Encuentro finalmente un café. Me acerco a la barra y pido, ruego, imploro, que me sirvan el café más cargado de café que haya habido jamás sobre la tierra. Entro en el lavabo pero no hay papel de váter, de hecho apenas hay váter, hay que fijarse para ver la taza. Salgo y pido papel confort, entro de nuevo justo a tiempo para descubrir que el pisco resulta ser un laxante excelente.
Ya de vuelta del infierno, tomo el café (cargado, maravillosamente cargado), y me relajo leyendo prensa. Como un sándwich de ave con queso. Me entero en la sección de cultura de la tercera de que Ray Loriga da una charla hoy en la feria del libro, y me animo y decido que iré a verle.
Al salir del metro, ya en príncipe de Gales, busco la referencia con la que suelo orientarme para coger bien mi calle y no acabar caminando hasta la frontera con Argentina: Piñera, pensativo y esquinado, diciéndole a los narcos lo que piensa hacer con ellos, lo poco que les queda de alegría si llega al poder (¿porqué los eslóganes de la derecha se parecen siempre tanto en todas partes?). Una vez sé dónde está Piñera poniendo firmes a los narcos, ya sé dónde está mi casa. Así funcionan las cosas.
Llego a mi departamento sin mayores problemas.

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