domingo, 27 de diciembre de 2009

la decisión

No están los tiempos para bigotes, piensa. Baja las tijeras. Ahora ya está, se dice. Ahora sí que. Pero al momento, flaquea. Poco después se derrumba. Lo que es él, quiere un bigote.
Quiero un bigote, cojones.
No llamará a sus asesores, que ultiman el discurso en el cuarto de al lado. Oye constante el trajinar. No piensa avisarles, sabe qué dirían. ¿Estás tonto?, dirían, ¿te has vuelto loco? Así, como se ponen ellos. Que qué es eso, dirían, de decidir por su cuenta y a última hora que se afeita, adiós a la barba. Es su deber atajar esta locura, llamarán ahora mismo al secretario general.
Pero lo que es él, quiere un bigote. No otra cosa, no: un bigote. Y seamos sinceros: un poco rebelde sí que lo es. Político genial e imprevisible, decía el columnista del AVUI. Político de raza, al margen de la disciplina del aparato. Que no se deja arrastrar por las hordas de burocracia institucional. Como aquí, ahora, con las tijeras romas. Todos los caminos van a romas, piensa. Ríe. No ríe muy fuerte, los asesores escriben en el cuarto de al lado.
(Repasar discurso. Hoy sí que. Hoy tienes que)
En honor a la verdad, tampoco es fácil decir adiós a la barba de toda una vida. Recuerdos de puño en alto, correr y mirar atrás. Miedo y euforia en callejones. La barba, siglo veinte; la barba izquierda auténtica. Tan clandestina y militancia, otro mundo es posible. La barba, pepitas de tomate y restos de tortilla. Tan rascarse y granitos, que se envenenan de pus en estos veranos carnívoros de cambio climático.

Está bien, es cierto: ha vuelto a no leer algún que otro discurso antes de pronunciarlo. Está bien, lo admite. Pero que tire la primera piedra el que. Así en mi tierra como en la capital.
Aire fresco en un mundo cada vez más mecanizado
Y es que es mucho mejor relajarse antes de dar un discurso. ¿Repasar a cinco minutos del examen? Si total. Mil veces lo hiciste antes, mil veces más lo harás. Mucho mejor distraerse. Qué grande aquel quien fuera que en su día inventó el móvil.
Se da cuenta: corre el peligro de que los militantes, las bases (alma, pura y dura, del partido) no entiendan el cambio. Es cierto: ha habido bigotes peligrosos en el siglo veinte. Imaginario colectivo, un bigote no es cualquier cosa.
Pero un cambio. La verdad es que un cambio le apetece. Que se hable. Que se comente. Qué habrá querido decir con el cambio, hacia dónde será que se orienta.
Lo que quiere decir con su cambio de imagen evidentemente es
Estás completamente equivocado, la idea subyacente claramente es
La que se va a liar.

Pero mi equipo funciona, piensa. La maquinaria está engrasada ya. Pero alguna vez me pasó que. Y hoy es que no, piensa. Hoy sería imperdonable que. (Repasar discurso, repasar el discurso). Tiene margen aún, benditos posits de los asesores. “enfatizar aquí”. “bajar ahora un poco el tono”. “cuando se encienda el pilotito de la cámara pasar a frase-subrayado-azul”. “ponte las gafas si no ves bien pilotito”. No puede fallar hoy. Hoy sí que no. Porque seremos todos de izquierda pero en la capital son unos hijos de puta.
Y Iniesta k, k me dics, mnudo golazo. Iniesta rules. Enviar a: Presidente.
Vamos , se dice. Vamos. Agita las tijeras. Él es un hombre resolutivo. No está donde está por casualidad. Hay que hacer esto, dice: se hace. Hay que hacer también lo otro: también se hace. Animal político. Se nace o no se nace. No se hereda. No se aprende. No hay cursillos para el instinto. ¿o es que sucumbiste ya a las hordas? ¿Acaso tocar poder te aplatanó?
Tú eres un lobo, cabrón.
Tarde o temprano va a entrar Ramón—su asesor principal—a hacerle el nudo de la corbata. No es que él no sepa, Ramón sólo coadyuva. Ramón es el Gari Kasparov de los nudos de corbata.

¿Y vestir más informal? Para compensar, piensa. Como diciendo: no se asusten. Bigote, sí, hemos madurado. Somos capaces de lidiar con la gestión del poder. Pero llevo un polo verde molón. Un polo actual, al borde de lo juvenil pero sin excesos. Informal pero elegante, de un diseñador joven de la tierra. Un polo molón y de la tierra, señores, el bigote no es para tanto. Pero está.
Político genial e imprevisible, y menudo polo molón.

¿Y por qué iba a tener él que cargar con el peso de la historia? ¿Acaso tiene él algo que ver con aquellos bigotes de entonces?
A Ramón le das un kleenex y te devuelve la corbata del primer ministro británico.
Yo quiero mucho a mi país, más que a nada y más que a nadie en este mundo.

O sonreír. Sin frivolidad y sin súplica. Sin sarcasmo. Sonreír. Sus asesores dicen “no sonríes, pareces siempre emprenyat o cabreado, pareces estreñido”. Garrapiñado. Alguien dijo pasarás al imaginario colectivo como un hombre encorvado. Sonreír, compensar el efecto bigote. Un bigote serio pero informal. Un bigote que sonríe.
¿Y cómo se pronuncia un discurso de los que pronuncia él—incendio de las masas—sonriendo? Difícil equilibrio: Sonrío. Hablo del enemigo exterior. ¡Menudo es el enemigo exterior! Sonrío. Me cago en el estado central. Sonrío. Nos están robando hasta el alma que no me queda ni para la t-10.
Voy a parecer gilipollas.
La esencia de un bigote, la idea y síntesis de un bigote. Acogedor, integrador. Va a tener que ponerse los pantalones, le está cogiendo frío.

¿Y estos pinos, Ramón? ¿No íbamos hoy a Zaragoza? Desperta Ferro, Ramón. Dicen que no sonríe pero él también tiene su guasa: ¿Y estos pinos, Ramón? Se ríe ¿Qué hacen por dios aquí estos pinos? Desperta ferro, Ramón.
No tienes ni idea de lo que hablas, lo que ha querido decirnos es
Sintiéndolo por este público tan maravilloso, como esto siga así me levanto y me voy
¿E ir así?, piensa. La barba en su sitio, las tijeras en la mano. Como diciendo: aquí, señorías, va a haber un cambio. Qué cambio, eso aún no lo sabemos, político genial e imprevisible. Pero las tijeras ahí están. Piensa.
Tarde o temprano va a entrar Ramón—su asesor principal—a hacerle el nudo de la corbata.
Yo quiero mucho a mi país, más que a nada y más que a nadie en este mundo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Diario de Chile, 5. SÁBADO

De nuevo en el piso del Jorge. Camila y yo llegamos tarde, o lo que a mí me parece tarde, cerca de la una y media de la madrugada (cinco y media de la madrugada en mi país y en mi cabeza). Al vernos entrar, el portero corrió a decirnos sus cosas de portero (los vecinos se quejan, los carabineros vienen, la vida no vale la pena).
Tomamos vino del que hay en la casa y del que Cami y yo trajimos de la Reina (Lo compramos en un comercio que era todo verjas y distancias y desconfianza, y un engorro para pagar y sujetar la compra a la vez. “Atienden así, con la verja cerrada, para que no les roben“, dice Cami).
“Es Halloween“, dice alguien. ¿dónde vamos? Hay un tazón con sangre falsa (Ketchup, azúcar y no sé qué) expectante y amenazante sobre una estantería. Hay discusiones un tanto infantiles acerca de quién pone la música y qué tipo de música y durante cuanto tiempo. No todos ponen canciones pero todos, incluido yo, participamos en las discusiones, que en general entretienen más que la música. Fumamos como carreteros, especialmente un servidor (Hay un chileno que se muere en todos los paquetes de tabaco de Santiago. Siempre el mismo. Como fumo unos dos paquetes y medio de veinte cigarrillos al día, es de lejos la persona a la que más he visto y con quien más he tratado desde que llegué, si bien se trata de una relación unidireccional. Es un señor mayor. Cabizbajo. Tiene cara de que sus hijos hace tiempo que no le visitan. Tiene un tubito de plástico saliendo de la nariz que le conecta a algo que o bien es una tetera antigua o bien una bombona de oxígeno). Somos ocho personas en la casa. Algunos se duermen o parece que se duermen. Al rato despiertan, conversan, toman, duermen de nuevo. Hay protestas por lo tarde que es, todos quieren ir a algún sitio pero no acaban de ponerse de acuerdo. El proceso de movernos acaba siendo lento y repleto de amagos y falsos intentos.
Salimos con la intención de ir a comprar “pitos” a unos conocidos de Jorge, son cerca de las cuatro de la mañana. Doy por supuesto, cuando dicen “vamos a ir en auto”, que alguien más aparte de Camila tiene coche (el razonamiento es simple: somos ocho personas. En cada coche cabe un máximo de cinco personas. Vamos a ir en coche. Vamos, por tanto, a ir en dos coches).
Subimos los ocho en el coche de Camila.
Jorge nos lleva a un sitio que más tarde alguien me explicará que era “Santa rosa con Coquimbo“. Nadie me explica en el momento qué tipo de zona es. Alguien ha traído el bote de sangre y nos pintamos durante el trayecto porque Daniela, una de las chicas, ha oído decir que la fiesta donde vamos es más barata o quizá gratuita si vamos disfrazados. Todos parecen de acuerdo en que mancharnos la cara con esa mezcla de Ketchup y edulcorante equivale a disfrazarse. Nadie hace caso de mis protestas y acabo tan rojo y viscoso como los demás. Trato de parecer enfadado pero se me escapa la risa. En cuanto llegamos al cruce de calles acordado, una melé de tipos sin camiseta y a buen seguro armados (Y quiero decir: A BUEN SEGURO. Y quiero decir: ARMADOS) surgen de la nada corriendo en dirección al coche y haciendo señales que en cualquier país del mundo quieren decir PARA y quieren decir también AHORA. Alguien, no lo recuerdo bien pero creo que Cami, dice “cerrad los seguros, subid las ventanas“. Jorge dice “no pasa nada, yo los conozco, no pasa nada“. Nos piden, aunque quizá pedir no es el verbo adecuado, que bajemos del coche. Hay dos tipos heridos en la acera. Uno tiene un disparo en la pierna. Otro un navajazo en la espalda. Ninguno de los dos parece estar muy grave, aunque si hay algo en el mundo de lo que seguramente no sé nada es de navajazos y disparos. Quieren que los llevemos al hospital. Cami y Carla, que van en el asiento delantero, se quedan en el coche. Los heridos llegan hasta el auto sangrando pero por su propio pie. De repente los tipos reparan en nuestras caras. Nuestras caras están llenas de sangre. Alguien pregunta que si hemos tenido un accidente. Por un momento, vista desde ellos, la situación debe haber sido: ahí vienen esos tipos que acaban de abrirse todos la cabeza con el auto a llevarnos a nosotros al hospital, porque nos han baleado y acuchillado. Un chico verdaderamente joven que resulta ser hermano de uno de los heridos (o que al menos se refiere a él sin parar como “mi hermano mi hermano”) me da la bienvenida a Chile cuando le comentan que recién llegué. Le doy las gracias. Esperamos sentados en la acera a que vuelva el coche. Algunos de los tipos se acercan por turnos a agradecernos la ayuda y a intentar conseguirnos los pitos. Daniela dice sin parar y sin que nadie se lo haya preguntado que su pelo rubio es teñido, que no es para nada natural (Al parecer, según la leyenda, este tipo de animales sin camiseta del intestino grueso de Santiago tienen alguna clase de preferencia por las mujeres rubias). “Soy teñida, de verdad, esto no es mío. Mira, ¿ves?, aquí debajo es negro”, dice. Yo le pregunto a la persona sentada a mi derecha--y aunque pretendo que suene a broma creo que no doy con el tono adecuado--¿esto sucede cada fin de semana?, ¿esto sucede cada fin de semana?.
-- Se portaron bacán. Uno decía “aprisa, duele, aprisa, duele”, pero se portaron bien--me dice Cami, cuando finalmente nos recoge.
Nos movemos hacia el bar Mala Vida, en los alrededores de (o quizá en la propia) calle buenos aires. Voy sentado encima de un tipo de lo más simpático que se llama Néstor, y que apenas se queja del entumecimiento en la pierna izquierda producido por mi peso. No se queja, seguramente, por buena educación. Y porque debe estar más concentrado en el entumecimiento de su pierna derecha, provocado a ratos por Jorge, a ratos por Daniela.
Al bar Mala Vida le quedan unos treinta minutos para cerrar. Nos hacen precio: mil pesos por persona (apenas un euro y poco), pero nadie quiere pagarlos por tan poco tiempo. Alguien dice “fiesta en Seminario”, y volvemos al coche. Pasan autos de los carabineros y yo diría que nos ven. Que ven a ocho locos con la cara llena de sangre abarrotando un Hyundai blanco. Pero no nos paran. No nos gritan. No dicen nada. Sentado sobre Néstor, con la cara roja y viscosa, conversando, pienso “estás demasiado viejo para esto. Asúmelo, para esto estás viejo ya” .
Sigue divirtiéndome la forma de tratarse de los amigos de Cami. Carecen de ese grado de retentiva ( ese filtro mínimo) al que estoy acostumbrado (y desde que llegué a Santiago soy especialmente consciente de que eso es a lo que estoy acostumbrado). Cuando a uno de ellos le molesta un comentario parece de verdad enojado, pero al momento se le pasa, y así con todo. Nadie hace el más mínimo esfuerzo por equilibrar su expresividad o sus palabras. Que se me entienda: No es que en Barcelona yo me dediqué a salir con ancianas que toman todo el día té y llevan puesta por cara una máscara de rigor mortis. Pero sí que estoy acostumbrado a que si alguien, por ejemplo, insiste en hacer una broma que ya ha dejado de tener gracia, tú vas y lo dices. Quiero decir que simplemente lo dices. No saltas como si quisieras matarle a él y a toda su familia. No al menos como primera reacción. No sé si me explico. De hecho lo estoy releyendo y yo diría que no. En fin, que son muy expresivos. Y que toda esa expresividad instantánea me resulta (me lo resulta al menos borracho y con un ojo tapado por la sangre falsa que me gotea desde el pelo) auténtica. Y que vamos en coche. Y que somos ocho. Y que viva el pisco. Y que lo estoy pasando bien.
La fiesta en Seminario ha terminado cuando llegamos. Hay gente amontonada en la puerta y gente saliendo del local. Hacen comentarios sobre nuestro aspecto. Son las cinco y media de la mañana chilenas. Alguien dice “hay un after en calle Brasil“, y volvemos al coche.
El áfter en calle Brasil resulta ser una casa antigua, oscura y gigantesca, llena por completo de tipos con aspecto de ser todos muy malos, haber crecido en la calle y estar buscando pelea. El suelo es de madera y más que temblar se dobla con los saltos y los pasos de baile de la gente.
¿Te gusta el sitio?, pregunta Camí.
- Como reformatorio sí.
Mientras espero a que me sirvan en la barra un pisco cola (hay que esperar, la policía está fuera, no se sirve hasta que se vayan), asisto a una pelea. Es rápida. Básica, simple, escasamente coreográfica. En los ambientes por los que acostumbro a moverme nos amenazamos. Nos decimos cosas como “tú a mí no me conoces”; o bien “tú no me has visto enfadado“; o bien “no te pases un pelo“. Nos empujamos. Ponemos cara de infectados por un virus militar descontrolado. Pero a las manos se llega poco. Poco y mal (Cuando nos amenazamos tanto, lo que en realidad estamos esperando es que alguien nos separe sin haber llegado a pelear y sin haber quedado como un cobarde). Esta pelea es en cambio automática. Carece por completo de ritual o introducción. Dos miradas, puñetazos, un tumulto, gente que corre. Fin.
Es aquí, en la barra, esperando mi pisco, donde tengo mi primer--y dadas las circunstancias absolutamente inverosímil--flashback chileno.
Pero lo más impactante y sin duda divertido y el motivo por el que me lo acabaré pasando increíblemente bien hasta bien entrada la madrugada es que:
En la sala principal, todos los chicos malos y todas las chicas salvajes están bailando:
a) Britney Spears; b) música tradicional chilena; c) salsa.
¿Alguien en su sano juicio imagina una Rave clandestina en un caserón a las afueras de Madrid o en una masía abandonada cerca de Barcelona en la que la gente lo de todo bailando Paquito el chocolatero? ¿Alguien imagina a un montón de tipos duros y ombligos de mundos oscuro y la fiesta alternativa bailando a Britney Spears?
Daniela y Jorge me sacan a la pista. Jorge es un tipo que hace trabajos creativos mezclando fragmentos de libros y conversaciones del mesenger, y también es un tipo estupendo. La gente a veces se sorprende y a veces se ríe de nuestras caras ensangrentadas, que están cada vez más secas y grumosas. Bailo considerablemente mucho teniendo en cuenta mi biografía, soy incapaz de dejar de reír, y acabo haciendo un montón de nuevos amigos a los que seguramente nunca más volveré a ver.
(nota final: después de una noche con peleas, navajazos, disparos, amenazas y trafico de drogas acabo por estar apunto de morir…..abriendo la ventana de mi cuarto. Dada su ubicación, es imposible abrir o cerrar dicha ventana sin subirse encima de la cama. Como ya he dicho, el colchón tiene una forma deliciosa de hundirse por varios sitios. Como ya he dicho, bebimos bastante durante la noche. Fue apoyar un pie sobre la cama y (lo juro) verme a mí mismo cayendo, gritando en el aire, aplastándome contra la acera. Me agarré, no sé muy bien cómo dado mi estado, al marco de la ventana.
No tardé en quedarme dormido.
Dormí de un tirón y como un angelito.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Diario de Chile, 4. Yes, weekend

VIERNES
Tomamos tragos por la tarde en un bar cerca de la universidad de Camila. Bebemos cartones de un vino espectacularmente barato (y que resulta ser bastante mejor que el vino barato que bebe uno en Barcelona). Pago en solitario algún que otro cartón y abastezco de tabaco al grueso del grupo. Por europeo, supongo. Somos siete personas, seis compañeros de carrera de Cami (tres chicas, tres chicos) y yo. El bar está lleno a reventar y suena como la inminencia de una hecatombe. Las mesas son de madera y crujen. Bebemos y bebemos. Cami, a quién todos llaman Cocó y que es un cielo, no para de decirle a sus amigos que la novela que estoy escribiendo va a ser grandiosa. Me refiero a que literalmente no para de decirlo. Les dejo a todos mi libreta para que anoten cosas que valga la pena ver en Santiago, ya sean monumentos o discotecas, museos o bares, personas o parques. La cosa empieza bien pero a medida que nos animamos las hojas se van llenando de chistes privados, direcciones de correo electrónico, números de celulares, slogans políticos, frases célebres de autores latinoamericanos, manchas de vino, dibujos de cabezas y brazos, inicios de relatos que nadie continúa. La libreta entera acaba por parecer el reflejo de la mente de un psicópata.
Nos movemos a casa de Jorge, uno de los chicos, cerca de la estación de Moneda. Seguimos bebiendo y a medianoche bajamos a la piscina de la sala de ejercicios del edificio. El portero protesta, pero al contrario de lo que sucede en las fiestas en Barcelona o Madrid, no le hacemos mucho caso. Por un momento, veo al pobre portero como al típico personaje secundario de comedia juvenil costumbrista, cómico a su pesar: es el contrapunto, la idea de orden que no nos alcanza, el marco contra el que se refleja nuestra--como diría el poeta--“juventud descarada“.
Junto a la piscina, que cubre lo suficiente como para que no te mates si te lanzas de cabeza, hay de máquinas para hacer ejercicio con aspecto de, digámoslo así, antiguas, y que borrachos como estamos no sirven para nada (aunque alguno que otro lo intenta). Nos desvestimos y nos lanzamos al agua. Soy una década más viejo que Camila y varios años mayor que la mayoría de los presentes, pero igual chapoteo. Me sumerjo, salto, corro de un lado a otro de la piscina y nado como una perra en celo (No es nada sexual, es que no sé nadar). Jugamos a cosas a las que no jugaba desde la época en que intentaba convencer a todo el mundo de que eso que tenía encima del labio era un bigote y no una pelusilla, y en fin, me divierto. Para ser jóvenes y para ser artistas y para estar en la capital, comparados con los de Madrid, estos chilenos no se drogan nada. Beben mucho, verdaderamente mucho, pero de lo otro nada, apenas fuman unos “pitos” de marihuana. Marihuana y para de contar (propuesta transatlántica de entretenimiento: que algún chileno pruebe a salir de fiesta por España y se acerque a alguien y le pida “un pito” a las tres de la mañana. O lo meten en un psiquiátrico o lo meten a árbitro)
Casi todos los gays presentes muestran en algún momento algún interés por mí. Ninguna de las mujeres presentes da la más mínima muestra de estar interesada (de todas maneras, tengo novia) (Todo esto es una tradición que arrastro desde España: Si yo hubiera sido gay, me habría sido difícil conciliar un trabajo y una vida normal con mi vida sexual. Me habría hinchado a follar de una forma grotesca. Habría muerto, como acostumbra a decirse, de éxito. Como hetero, en cambio, hay que admitir que no le he dado demasiadas alegrías a mi bando. Mi delgadez histérica y mis ojos grandes, mi cuerpo de niño desnutrido de treinta años, tienen un éxito nada despreciable en el universo gay. La mayoría de hombres heterosexuales no entienden que alguien como yo pueda resultar atractivo. Ni a hombres ni a mujeres ni a dios padre nuestro señor. Resulto para ellos algo así como el rival débil, esa cosa sin tórax que habla más bien poco, alguien a quien ni siquiera tener en cuenta en caso de competición. Eso es una ventaja, está claro, o debería haberlo sido, de haber sido yo un poco más espabilado en lugares como discotecas o clubes. Pero ese es otro tema).
De vuelta en el departamento de Jorge viene más gente y traen pisco, y pruebo finalmente el pisco con coca cola. Paso buena parte de la noche hablando y bebiendo vino con Christopher, un compañero de universidad de Cami que se parece a Nick Drake (un parecido que aumenta a medida que bebo, hasta el punto en que llego a tener la sensación de estar hablando con Nick Drake). Es un tipo divertido y espigado, de charla agradable, que escribe textos en los que Van Gogh habla en primera persona. Caigo poco, pero caigo, en mi habitual tristeza de mitad de la fiesta (esa ausencia de sentido que le agarra a uno sin avisar en mitad de la diversión y la locura).
En algún punto las horas se vuelven líquidas, se escurren rápidas y borrosas, manchando de vino la madrugada y la alfombra de Jorge. La distancia hasta la comuna la Reina se me antoja imposible en mi estado y me acabo quedando dormido sobre la alfombra en cuanto me dicen que el metro no abrirá hasta las ocho de la mañana.

Cuando despierto tengo más treinta y un años que cuando me acosté. Tengo una resaca adulta, una resaca con acento de Valladolid y tarjeta de visita, una resaca mucho más acorde con mi edad que con mi aspecto físico. Viene acompañada de una mala leche cósmica, universal. Compruebo que han pasado cosas. Por ejemplo: mis gafas de sol de patilla blanca que si le echas ganas recuerdan a las gafas de Elvis y si no pues no, han muerto por aplastamiento, un homosexual encantador que me ha dejado libros de Lemebel se ha sentado encima de ellas. Los chicos siguen en la casa, distribuidos aquí y allá, fumando pitos o durmiendo. Son las once de la mañana chilenas y decido volver a la Reina.
Salgo a la calle sin mis gafas de sol y compruebo que sí, que mi reseca es ciertamente espléndida, compendio y a la vez homenaje a la LA RESACA. Un bloque de cemento en el centro de mi cabeza, enorme y des sincronizado con respecto a mi propio movimiento. Si yo me muevo a la izquierda, el bloque se desplaza a la derecha, golpeando con estridencia mi cavidad craneal. Si me detengo en un semáforo, el bloque sigue hacia delante llevado por la inercia.
Camino por la avenida Libertador Bernardo O’higgins sin acabar de dar con la siguiente combinación: cafetería abierta donde se pueda fumar y quiosco abierto donde comprar prensa. Quiero un diario chileno para envolverme la cabeza y la resaca mientras las sumerjo en litros de café. Quiero también un váter. Necesito expresarme. Soy todo amor por dentro.
Lo que si consigo son unas gafas de sol nuevas en un puesto de venta callejero.
Entro en un comercio. Pido un croissant. Me dan un tíquet. Tengo que ir con el tíquet al otro lado del comercio. En el otro lado del comercio me dan otro tíquet conforme les he entregado el primer tíquet. Vuelvo a donde empecé y entrego el segundo tíquet. Me dan el croissant. Salgo a la calle y lo muerdo. Queda automáticamente insertado en mi dentadura sin posibilidad alguna de ser masticado. Lo arranco de entre mis dientes y lo tiro a la basura.
Compro una magdalena, o lo que en mi tierra llamamos magdalena y aquí Muffin. Miro hasta tres veces la fecha de caducidad de esta cosa con aspecto y textura de magdalena pero con sabor de infancia desgraciada porque no me creo que pueda estar bien. Lo tiro a la basura. Tengo un ataque de esnobismo de barrio de clase media alta barcelonesa que crece y se transforma en un ataque de cólera contra todo Santiago (que digo Santiago, contra todo Chile, este país con forma de espagueti lanzado contra la encimera para ver si está ya o no en su punto, este país de cordilleras de suspenso en geografía y temblores de tierra homosexuales). Encuentro finalmente un café. Me acerco a la barra y pido, ruego, imploro, que me sirvan el café más cargado de café que haya habido jamás sobre la tierra. Entro en el lavabo pero no hay papel de váter, de hecho apenas hay váter, hay que fijarse para ver la taza. Salgo y pido papel confort, entro de nuevo justo a tiempo para descubrir que el pisco resulta ser un laxante excelente.
Ya de vuelta del infierno, tomo el café (cargado, maravillosamente cargado), y me relajo leyendo prensa. Como un sándwich de ave con queso. Me entero en la sección de cultura de la tercera de que Ray Loriga da una charla hoy en la feria del libro, y me animo y decido que iré a verle.
Al salir del metro, ya en príncipe de Gales, busco la referencia con la que suelo orientarme para coger bien mi calle y no acabar caminando hasta la frontera con Argentina: Piñera, pensativo y esquinado, diciéndole a los narcos lo que piensa hacer con ellos, lo poco que les queda de alegría si llega al poder (¿porqué los eslóganes de la derecha se parecen siempre tanto en todas partes?). Una vez sé dónde está Piñera poniendo firmes a los narcos, ya sé dónde está mi casa. Así funcionan las cosas.
Llego a mi departamento sin mayores problemas.

diario de chile, 3

Diario de chile, 3

La noche del jueves 29 de octubre asisto a mi primer temblor de tierra chileno. Es un temblor infantil, escasamente masculino, como si un niño de tres años jugara a intentar moverme el escritorio. El temblor me coge donde y como debe: escribiendo y con un cigarrillo entre los dientes, bebiendo vino chileno de madrugada y en calzoncillos.

Callejeo con Camila por el centro de Santiago el mediodía del viernes, después de desayunar y pasear por la comuna. (una cosa: desayunar por aquí no es precisamente fácil. La Reina no va sobrada de cafeterías. En Barcelona es imposible caminar cien metros sin encontrar un bar, una cafetería o un restaurante. En realidad es imposible caminar sin encontrar un bar, una cafetería y un restaurante. Aquí no sólo es posible si no en ocasiones agonizante. Especialmente recién levantado. Desayuno fuera de casa desde que dejé de gatear, pero no parece que en Príncipe de Gales haya mucha gente que comparta esa costumbre. Además, la cafetería--por llamarlo de alguna manera--más cercana a mi departamento es un McDonald’s, con su idéntica en cualquier lugar del mundo arquitectura de McDonald’s, algo así como si al arquitecto le hubiera sobornado o amenazado de muerte una empresa de excedentes de plástico para que lo usara indiscriminadamente durante la construcción. Un McDonald’s en el que por supuesto no se puede fumar).
Gran parte del centro de Santiago tiene aires de mujerona vieja o de puta digna. Hileras de casas de una altura saltable con pértiga, a veces incluso sin pértiga, esquinas de boulevard de barrios bajos de Los Ángeles, puestos de venta ambulante (y aquí estos puestos resultan espectacularmente ambulantes. A veces tiene uno la sensación de que ni siquiera llegan a estar quietos). Hay una suciedad alegre, etérea y difícil de explicar, como si a todo le faltara una última capa de políticamente correcto, o como si fueran los edificios y las calles y no las personas quienes se pasaran la vida fumando. Las construcciones típicas de Santiago--esas casas de una o dos plantas, con grietas y maderas viejas, con verjas y vallas oxidadas--hacen pensar en esas caras mezcladas con tierra que les quedan a las personas que han vivido toda su vida trabajando la tierra y el campo, esas arrugas y marcas hechas de arena y barro que son en sí biografías. Algo así parece recubrir gran parte de la ciudad.
Otra cosa del centro de Santiago: La maderas crujen. Hay madera. Mucha. Cruje. Uno sube una escalera de madera y la escalera cruje (y al parecer, escaleras de madera hay unas cuantas). Uno camina sobre un suelo de madera y el suelo cruje (y al parecer, suelos de madera hay unos cuantos). Los marcos de la ventana de mi pieza son de madera y no sólo crujen, hacen un (perturbador) sonido de tranvía cada vez la abro. Quiero decirlo: La madera en España no cruje. La madera en España dejó de crujir hace mucho tiempo. Quitamos la madera de muchos sitios, y allí donde quedó le enterramos los crujidos en barniz, se los plastificamos y estilizamos hasta hacerlos desaparecer. Chile cruje. España no cruje. Es una diferencia. Es importante.
Después de hacer un poco de turismo, Camila me lleva a su universidad, la universidad de arcis, donde ella y sus amigos estudian actuación teatral (aquí es una carrera. Cuatro años). La facultad se parece, más que a un edificio de y para estudiantes, a una casa okupa cualquiera de Barcelona. Se compone básicamente de construcciones a las que podríamos llamar o bien hangares o bien barracones, en los que al parecer se ensaya y se hacen todo tipo de ejercicios, y de otro tipo de espacios más cercanos a la idea estándar de un “aula“. Todo el mundo aquí viste como si pasara su ropa por una trituradora entre el momento de comprarla y el momento de ponérsela, o como si intercambiaran entre ellos jirones de prendas de ropa arrancados en plena crisis de ansiedad. Me siento en la terraza con Cami y sus amigos, me pongo las gafas de sol una y otra vez (porque Cami no hace más que quitármelas) y fumo como un carretero: estoy un poco nervioso. ¿porqué?
Me choca (si bien no resulta para nada desagradable, más bien al revés) la ausencia de distancia en el trato con esta gente. El trato entre ellos y, sobretodo, el trato de ellos conmigo. Yo he estudiado en la facultad de ciencias de la comunicación de la Universidad autónoma de Barcelona, en Bellaterra. Allí hay una distancia. No estoy hablando de una cuestión física o no estoy hablando sólo de una cuestión física. Entre conocidos, hablando o caminando juntos por un pasillo: la distancia parece otra. Y por supuesto, la distancia con respecto a alguien que te acaban de presentar es muy otra. Esta inmediatez, esta cercanía instantánea, me descoloca y me divierte (estoy intentando evitar expresiones como “espacio vital” o “invasión de espacio vital”. No sé porqué estoy intentando evitar expresiones como “espacio vital” o “invasión de espacio vital”)
Cuando acabo el paquete de tabaco lo tiro al suelo con un disimulo europeo del que al momento me avergüenzo. Aquí no hay un centímetro de suelo vacío (sin un trozo de madera, botella, lata o envase de comida). Aquí hay un gallo que alguien ha dejado tirado por ahí y que cacarea como si le fuera la vida en ello. Hay alguien clavando unas maderas rectangulares encima de otras maderas rectangulares con un martillo. Hay ensayos de danza que parecen terapias de grupo para epilépticos. Hay movimiento y gritos y olor a comida. Hay cartones de vino y gente vendiendo de todo. Hay gente que se levanta y se abraza y se sienta y se dispersa. Pero yo tiro el paquete de tabaco vacío como si me fuera a abroncar mi madre, y sólo cuando nadie está mirando.
Por toda la universidad hay carteles electorales de Arrate, el candidato comunista a la presidencia del gobierno (al parecer llego a Chile justo en el inicio de la campaña electoral). El cartel es una foto de tres cuartos del propio Arrate, sin mucho truco, con la palabra “Allende” escrita al fondo. Supongo que Allende, como Perón en argentina, sigue siendo un fantasma vivo, algo que aún mueve conciencias en una dirección o en otra. Camila me cuenta que Arrate (que aparenta tener la misma edad que el comunismo en sí) es (como seguramente lo sería en casi cualquier facultad relacionada con alguna materia artística de mi país) el candidato preferido de la gente de su universidad.

viernes, 30 de octubre de 2009

diario de chile, 2

La maravillosa sensación de ir a un sitio y comprobar en cuanto llegas que no estas. No hay nada de ti allí todavía, todo te es ajeno. La vida es nueva y sobre todo posible. Tu cara no se refleja en los escaparates en las calles, aún no estás en los desayunos, ni en los autobuses, no hay nada de ti en los bares. La ley de la gravedad no ejerce en Chile, no de momento, las calles son un misterio y cada viaje en metro un desafío. La maravillosa sensación de torcer en cualquier esquina y no saber dónde estás, de poder ser otro y cualquiera. Pero todo lo que de uno no llega en el avión acaba por llegar igual. La mediocridad y el aburrimiento vienen a nado, pero vienen. Vendrán.
Estamos a treinta grados y las cimas de la cordillera, mentirosas, aparecen nevadas. Los Andes. Otra vez la cordillera. Mientras me enjabonaba en la ducha, ¿qué se veía?: la cordillera de los Andes. He meado viendo los Andes desde la ventanilla del lavabo de una cafetería. Desde la terraza donde fumo en mi departamento se ven los Andes. Vivo rodeado por el más majestuoso de mis suspensos en geografía (nunca supe bien dónde estaban las cosas, ni en los mapas ni fuera de ellos, suspendí siempre todas las materias de orden práctico). Siento la insistencia de turista sobre este asunto (me rechina escribir tanto al respecto), pero la influencia de la cordillera sobre el paisaje de la ciudad, y especialmente (supongo) sobre el recién llegado--el impacto, el descaro de su exagerada inmediatez--me descoloca. Diría incluso que tiene un efecto vitamínico sobre mi ánimo. Te levantas viendo esas cumbres y te dan ganas de invadir algo, de cantar hasta la afonía una marcha militar.

Los grifos de agua de la ducha son de ruedecilla y están separados. Uno para el agua fría y otro para el agua caliente. Esto es así y hay que aceptarlo. Estas cosas pasan. Dar con la combinación adecuada para conseguir una temperatura de agua razonable es algo que se me antoja más allá de la duración de mi estancia en el país. A medida que el agua se acerca al final de la tubería hace un ruido de semental dispuesto o de tragedia inminente, que, por más veces que lo oiga, me provoca una carcajada.
He conseguido que el tío de Cami me autorice a fumar en mi habitación. “He conseguido” es un resumen injusto, por escaso, de la insistencia de ametralladora infalible a la que le he sometido. Él también fuma, pero por alguna razón en esta casa se fuma sólo en la terraza (relaciono esta prohibición, la relaciono sin pruebas, con el hecho de que hasta hace seis meses Ricardo, el tío de Cami, viviera aquí con su madre. Ella falleció, así que ahora, lógicamente, ya no viven juntos--o eso espero. Me da por pensar que la prohibición es previa al fallecimiento de la madre, y que ha sido asumida por él como una costumbre más de la vida en el departamento, como almorzar en el comedor o pasear el perro a media tarde. En fin, que voy a fumar en mi pieza). Ricardo ha transigido. De hecho, ha sido encantadoramente comprensivo (parece serlo en todo). Se lo agradezco. Para mí era motivo de mudanza. Yo he venido aquí a escribir una obra maestra (o más), y como todo el mundo sabe las obras maestras no se escriben saliendo a fumar a la terraza, se escriben entre montañas de humo, destrozándote la vista, la espalda y la salud, sin levantar el culo de la maldita silla.

En mi nueva habitación hay un libro que dice “quién explica de verdad bien la biblia” y unos esquís con el manguito amarillo fluorescente. También hay un ordenador del tamaño de una nevera, que ya nadie usa, y que es todo lo rectangular y aparatoso que puede ser un ordenador. Si lo vaciáramos podría servirme de armario. La cama donde duermo se hunde por tres puntos distintos, pero lo hace de una forma ciertamente encantadora. Las paredes son azules y hay familias de ositos saludando dibujadas. Los ositos no sonríen, simplemente saludan. Hace unas horas estaba en Barcelona y ahora estoy en la comuna la Reina, Príncipe de Gales, Santiago de Chile. He oído no menos de veinte veces la palabra hueón desde mi llegada. Mi corrector de Windows da como error ortográfico, con toda justicia, la palabra hueón. Hay un perro en la casa. Por la forma en que Ricardo abraza al perro estoy cada vez más convencido de que es gay. Ricardo, quiero decir. No le he preguntado pero creo que no trabaja. Me parece que vive de los varios alquileres a su cargo en el edificio (es un edificio familiar, en varios departamentos hay parientes suyos y otros están sin más a su cargo). De ser así, me parece de lejos el mejor empleo del mundo.
El perro es pequeño y feo, cariñoso cuando le apetece y con unos inexplicables (dado su aspecto) aires aristocráticos. Parece todo el día apunto de pedir te y pastitas, o de ir a reñirte por lo sucias que llevas las uñas. Es un perro escandalosamente mimado, con pose y actitud de tener una pronunciación y un vocabulario de escuela privada.
Ricardo tiene un amaneramiento comedido, retentivo incluso, como si hubiera pactado consigo mismo la máxima contención en sus desplazamientos, más allá de las posibilidades que ofrezca el espacio. Se pasa el día limpiando y me pide (me exige) hacerme él el desayuno. Torradas con mantequilla, café y leche en polvo, pan con dulce leche (al que aquí, con toda justicia, llaman manjar). Me destrozaría la dentadura de nuevo y lo haría a feliz si quedara encerrado para siempre en un almacén de dulce de leche. Y esto lo dice alguien que está a la espera de cinco implantes dentales y con más fundas que dientes sanos. Mi primera impresión de Ricardo fue un tanto ambigua, pero cada vez estoy más convencido de que vamos a llevarnos bien. Se nota que le alegra tener vida, gente, movimiento, a su alrededor y en la casa, sabe estar y conversar, sabe dejarte a tu aire y no molestar. Es empático y agradable. Quiere a Cami con locura y eso siempre es buena señal.
Por la noche he ido al cine con Cami. Hemos visto una película chilena verdaderamente mala. Super, se llamaba. Aparte de no gustarme, he experimentado a ratos la curiosa sensación de que te hablen en tu idioma y no entender nada. (¿Qué ha pasado por aquí con el idioma desde la impotencia trasatlántica de Fernando VII?)
Hemos tomado un vino en la terraza de mi departamento. Hemos hablado de los distintos tipos de ansiolíticos y demás pastillas para histéricos que tomamos, hemos hecho un great hits de ataques o reacciones nerviosas memorables. Lo he pasado en grande. Casi había olvidado lo bueno que es hablar con Cami, la sensación de descanso que produce hablar con ella.

jueves, 29 de octubre de 2009

llegando (diario de chile, 1)

Viajar es, por encima de todo, estarse quieto. Viajar en avión por lo menos. Quieto sin más o quieto en una cola. Quieto a diversas distancias de un mostrador de facturación. Quieto en los controles de seguridad. Quieto en los alrededores de la puerta de embarque. Quieto y muerto de miedo en el interior de un avión.
Me ha tocado sentarme junto una madre colombiana de edad indeterminada que viajaba con su bebé en brazos, pero no ha sido desagradable. No voy a decir que el niño fuera encantador: por primera vez en mis treinta y un años de vida, el exceso farmacéutico con el que embarqué ha funcionado. Todo sobre ruedas. Incluso el bebé parece haberse contagiado de mi entumecimiento voluntario. Todo el avión, a decir verdad, ha flotado en algún momento.
De un tiempo a esta parte no se me ocurre ninguna razón por la que no debieran caer ( o explotar o partirse por la mitad) cualquiera de los aviones a los que me subo.
Sentía algo dos puntos por encima del pánico ante la idea de pasar 17 horas encerrado en dos aviones y sin poder fumar.
Barcelona-Bogotá. Bogotá-Santiago. He salido ileso.
La programación de películas para el vuelo también ayudó: Las comedias universitarias dan sueño. Las películas de Van Damme (o de gente que a lo mejor no es VanDamme pero que se le parece y que también da patadas) dan sueño. De hecho ponen triste.
Mi amiga Sonia me consiguió diacepanes, orfidales y transiliums suficientes para invadir un país pequeño por la vía de la anestesia, y esta vez sí, esta vez, qué gusto decirlo,
funcionó. He pasado la mayor parte del viaje bajo los efectos de las diversas posibilidades combinatorias de pastillas y vino tinto; o lo que es lo mismo: a veces dormido, y a veces algo incluso mejor (he visto flotar azafatas, lo cual es, de lejos, lo mejor que me ha pasado nunca en un vuelo).
Cuando hemos aterrizado en Santiago estaba tan profundamente dormido, que si hubiera dependido de mí habríamos dado un par de vueltas más por el océano antes de bajar.
Admito ahora que he fumado un cigarrillo no entero y a escondidas en un lavabo del aeropuerto de Bogotá; y que la mujer que pedía las tarjetas de embarque para el vuelo a Chile ha levantado bruscamente la cabeza y ha dicho “quién fumó aquí”; y qué yo he señalado a un tipo trajeado que se alejaba por el pasillo en la dirección contraria.

Después de pasar el control policial en Santiago (seis de la mañana hora chilena, ni inspectores ni pasajeros le hemos echado muchas ganas): Avalancha de taxistas--sujetando entre las manos carteles con la palabra “taxi“, de la misma manera en la que en España sujetamos carteles con nombres y apellidos.
Todos sin excepción eran el taxi más barato de Santiago. Todos conocían la ruta más rápida. ¿A dónde? A donde sea. No sólo hablaban a la vez si no que hablaban con todos nosotros a la vez. No he hecho caso de ninguno de ellos. ¿Porqué? Por la misma razón (qué desagradable admitirlo) por la que no habría hecho caso mi madre o mi tía o mi abuelo, o generaciones y generaciones de desconfianza transatlántica.
Aquí va: todos hemos oído historias. Esa clase de historias: el país sudamericano y el recién llegado europeo. Vivos, listos, oportunistas, vagos, aprovechados, te la jugarán si pueden. Porque a mi primo Marcos le robaron esto en el aeropuerto de; porque yo conozco a alguien que conoce a alguien a quien en una cafetería allí le pasó que; porque te juro que es verdad eso que cuentan que; porque en la tele han dicho que. En fin, tres hurras por el imaginario colectivo.
Todo esto, de más está comentarlo, conlleva la (automática, inevitable) puesta en marcha de mecanismos internos de culpa y juicio, con líneas de pensamiento en torno a los estereotipos, el racismo, los clichés y los prejuicios (Líneas de pensamiento atenuadas en este caso por los fármacos, líneas de pensamiento por las que en realidad pasamos casi siempre de puntillas).
Por lo demás, la melé de taxistas ha producido un (curioso; breve; con cierto encanto) efecto de amontonamiento, de voracidad masculina o inmediatez de mercadillo. Todo ello a pesar de ser las seis de la mañana, y de que del avión bajábamos cuatro gatos, y que los taxistas en cuestión no eran más de diez. Durante treinta o cuarenta segundos, parecíamos muchos en un lugar abarrotado, y de repente había que ser rápido, listo, acertar o saber. Mis orfidales y yo debemos haber resultado un elemento decorativo extravagante, o un contrapunto cómico extraterrestre.
He cogido un transfer, como me indicó Cami, mi amiga chilena, con cuyo tío voy a residir. No hay buses de línea a la comuna la Reina desde el aeropuerto, o eso me han dicho. Nadie más iba en esa dirección, así que he ido solo en el transfer y me ha costado una pasta, o lo que a mí me ha parecido una pasta, a pesar de estar narcotizado y de no aclararme en lo más mínimo con el cambio entre euros y pesos chilenos. Me he ido con la sensación de que cualquiera de los taxis más baratos de Santiago amontonados a la puerta habría sido, efectivamente, más
barato, sea o no verdad.
Él conductor del transfer no se pone el cinturón, así que yo tampoco. Conduce rápido, pero seguro y cómodo. Aumenta el tráfico y el no disminuye la velocidad, y sin que llegue a variar un ápice su conducción, lo acabo catalogando de temerario. No deja para nada que la realidad del tráfico afecte su forma de conducir. Esto se hace así y lo demás no me interesa, no va conmigo. Por lo demás es un tipo simpático, conversador sin ser pesado o empalagoso, respetuoso con mis silencios de latino de sangre adulterada y mis maneras de recién salido de una operación. Fumamos sin parar en el transfer (vengo de mi encierro anti tabaco en aviones y aeropuertos, de mis chicles de nicotina y mis ansiolíticos), lo cual es una bendición. Le pregunto por la Reina y por Príncipe de Gales, donde voy a residir, y me dice “bien, un sitio tranquilo y buena onda”, pero se nota que no cree en lo que dice. En lugar de GPS (o lo que yo entiendo por GPS) el transfer tiene incrustado en el salpicadero un portátil diminuto de estos que no tienen reproductor de DVD incorporado y que abultan y pesan lo mismo que un libro de, pongamos, Javier Marías.
Las carreteras de las afueras de las grandes ciudades, las carreteras que las rodean o que llevan a sus aeropuertos son iguales en todas partes. Lo son al menos aquellas que recuerdo. No distingo de entrada estas carretera de las de Madrid o Estocolmo o Barcelona o París. Excepto por un detalle. Un pequeño detalle:
Los Andes.
La sensación de estar en cualquier sitio se anula, la sensación de estar en todas esas partes donde uno ya ha estado, en cualquiera de ellas o en todas a la vez (monólogos de carreteras somníferas que son el final de cualquier viaje largo) se cortocircuita ante la presencia--poderosa, tranquila y excesiva (excesiva al menos de buena mañana)--de la cordillera.
Esto es distinto, piensas, eso sí que no estaba. Si yo he estado aquí, eso no estaba.
Yo antes no he estado aquí.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Anna Carné y el tiempo (algunas cosas sobre Salamanca II)

Su nombre, Anna Carné. La llamábamos así, Anna Carné, si bien no recuerdo que hubiera otra Anna en el grupo, una Anna que justificará el uso del apellido, como se suele hacer, para diferenciarla. En fin, que teníamos quince años y nos reuníamos en una plaza. Todo era intenso de una forma inabarcable, las cosas tenían una importancia terminal. Eran tardes de hacer y deshacer parejas, noches de horas y horas pegados al teléfono.
-- Fóllatelas, hijo. No seas tonto, que ahora estás en la edad--me decía mi padre, en confianza, medio susurrando, mientras hablaba por teléfono con Anna Carné.
No le hice caso. Me enamoré de Anna Carné.
Anna Carné era rubia, con el pelo largo recogido en una coleta. Tenía los pechos grandes y siempre estaba llorando. El divorcio de sus padres cuando aún era una niña la hacía llorar; sus peleas con su madre la hacían llorar; que sus amigas no la quisieran (sí la querían) la hacía llorar; si en una actividad de grupo quedaba separada de la gente que conocía, se echaba a llorar; Qué triste era aquella mujer, ahora que lo pienso. Sus lacrimales eran una masacre. Todos queríamos consolarla y yo me enamoré.
Como cada verano, me toco ir a Salamanca con mi madre. No quería ir, pero aún no estaba en condiciones de negarme. Vino también mi hermano, tres años mayor que yo. El año anterior mi hermano había conseguido, por primera vez, vencer la presión de mi madre y quedarse en Barcelona. Pero decidió volver, o mi madre lo sobornó para que viniera, o por no aguantarla cedió.
El verano anterior en Salamanca había sido bueno. Probablemente el mejor de todos mis veranos allí. Había pasado más de un mes en la ciudad, en compañía de mi primo de Valladolid. Mi primo era un año mayor que yo y cuando lo visitábamos en Valladolid, se enfadaba conmigo porque le imitaba. No sé porqué lo hacía. Imitarle. No era una parodia ni una burla. Más bien al revés. Era más bien como jugar a que mi primo fuéramos dos, y no él solo. Supongo que dos primos Gorka y ningún Cristian me parecía la mejor distribución posible. Se me ponía acento vallisoletano. Se me ponía risa de tenor. A él eso le daba lo suyo por el culo, y cogía unas peloteras tremendas.
Pero aquel verano fue distinto. En parte porque estábamos solos (mi hermano estaba en Barcelona, pinchando ruedas o fumando de madrugada), en parte porque mis ganas de imitarle parecían haber terminado, acabamos por llevarnos bien. No sólo eso: lo pasamos en grande. El centro indiscutible de aquel verano fue el estreno de la película Hot Shots (dos), una parodia de las películas de guerra y las películas de militares americanas, protagonizada por Charlie Sheen. Nos retorcimos de la risa en el cine, incapaces de creer lo que estábamos viendo. Repetimos diálogos y escenas de camino a casa, seguimos por la noche ya en pijama, y también al día siguiente. En realidad anduvimos jodiendo con la película por la casa y la ciudad durante todo el verano.
Si salamanca se ponía triste o aburrida, le echábamos una ración de Hot Shots (dos) y no parábamos hasta que nos dolía el estómago de tanto reír.
Salamanca era una ciudad donde los hombres aún llevaban sombrero y el tiempo pasaba despacio. Eso es a la vez triste y maravilloso, un arma de doble filo. Pero nosotros teníamos Hot Shots (dos) de nuestra parte.
Un año después fui arrancado de mi amor no correspondido por Anna Carné para ser llevado de nuevo a Salamanca. Aquel verano fue, sencillamente, un infierno. Si no recuerdo mal, fue el primer infierno serio de mi vida. Después he tenido infiernos, semi infiernos, infiernitos, infiernos de ida y vuelta. De todo ha habido. Pero aquel fue el primero y eso, quieras que no, marca.
No soportaba estar en aquella ciudad. No era allí donde tenía que estar. Mi vida me esperaba en otro sitio, mi vida estaba pasando sin mí. Eran las tres, y yo me esforzaba porque fueran las cuatro. Con toda mis fuerzas. Cuando llegaban las cuatro, lo daba todo para conseguir que fueran las cinco. Concebía (lo intentaba) los días como islas individuales, como retos aislados. Un enemigo cada vez. Si los hubiera mirado a todos de golpe, si hubiera pensado en aquel ejército de días al completo, me habría muerto allí mismo.
Me metía en los salones de juegos recreativos con mi hermano (le encantaban), daba paseos lo más largos posibles por la ciudad, me masturbaba cinco veces al día. Y nada.
Si iba al cine, no aguantaba la película hasta el final. Tampoco las aguantaba en casa, no podía meterme en aquellas películas. Yo sólo quería que fueran las cinco de la tarde, y aquellas películas no ayudaban. Ya se sabe lo que pasa cuando uno quiere (desea) que el tiempo pase, y yo lo quería con todas mis fuerzas.
Mi primo bajó un par de días pero apenas estuve con él. No me hacía ninguna gracia verle. Salí con él y con mi hermano una tarde, pero a la siguiente ya no.
Esquivaba en lo posible a mi madre, a mi hermano y a mis abuelos ( a mis abuelos ya los esquivaba antes).
En algún momento la cosa trascendió a Anna Carné. Se convirtió en algo más. Tuve la sensación de que mi forma de relacionarme con el tiempo estaba cambiando para siempre. Como una maquina del infierno que se saliera de su eje y siguiera rotando. Me costaba dormir. Dormía unas pocas horas, despertaba de forma violenta. Y vuelta a empezar. Ahí estaba yo, contra Salamanca y contra el tiempo. ¿qué me está pasando? Pensaba. Ya no quería ver a Anna Carné, o ya no sólo quería ver a Anna Carné. Quería volver a Barcelona, estar otra vez dentro de mi vida. Devolverme al interior de mis propios ejes. Tenía miedo de la telaraña en que se convertía mi cabeza. ¿Volvería a ser normal?, ¿me quedaría así para siempre?
Volver a Barcelona fue suficiente y no. Recuperé mi vida, mis lugares, mis rutinas internas y externas, y aquello se calmó. Pero algo era distinto. Yo había visto algo de mí, algo que no me gustaba. Ahora sabía que eso estaba allí, que había sucedido y podía, por tanto, volver a suceder. A Anna Carné la quise para siempre hasta que me enamoré de otra. No fue cosa mía. La adolescencia, que le pone a uno así.
Como ya he dicho antes, no es la única en que me he convertido la cabeza en una ratonera. En otros momentos, por muy distintas razones, he vuelto a sentirme así. A estas alturas estoy casi convencido de que se trata pura y duramente de una cuestión de funcionamiento. No es cuestión de contenidos. Es una cuestión de funcionamiento. Pensemos ahora en un reproductor de DVD. Este reproductor de DVD en el que estamos pensando tiene una tara. Un fallo. Pongamos, por decir algo, que la imagen se acelera sola de vez en cuando, repitiendo (por si la aceleración no fuera suficiente) la misma escena una y otra vez. Tú estás en el sofá viendo la película, ni siquiera tienes el mando en la mano. La misma escena repetida, una y otra vez, a una velocidad extraña.
Pues eso.
Digamos que mañana me despertara con un profundo interés por el cultivo de los tomates. Empezaría, de forma inocente, por placer y en mis horas libres, a consultar revistas especializadas, artículos en internet, a hablar con personas del gremio. Cómo se planta la semilla de una tomatera, qué interesante, qué condiciones son las más favorables para que crezca sana, qué interesante, qué tardan en crecer y dar frutos. Cuándo se recogen, cómo se distribuyen, cuál es el precio de venta a los distribuidores.
Si yo me levantara una mañana con ese interés, sé que llegaría el día en que mi pasión por los tomates derivaría en una obsesión enfermiza que me sacaría del mundo y de la vida. Sé que llegaría el día en que los tomates harían de mi vida un infierno. Sufriría por las inclemencias del tiempo y lo que podrían hacerle a mis tomates (en caso de tenerlos), o a los tomates de otro (si yo no tuviera). Sufriría por la bajada del precio de la venta, por las huelgas de transportistas, por la competencia desleal de otros países de la unión Europea. No podría quitármelo de la cabeza. Los tomates se apoderarían de mí.
¿Porqué? Por que soy así.
La imagen en mi cabeza se aceleraría, repitiendo siempre las mismas secuencias.
¿Por qué? Porque siempre lo hace.
Supongo que en parte es por eso que estoy volviendo a escribir. No sólo porque mantener mi cerebro ocupado tiene sus ventajas, no sólo por darle salida a mi talento para obsesionarme. También porque, ya que voy a acabar así igual, que sea al menos por algo que no de vergüenza. Un tipo obsesionado (dándose incomprensibles latigazos interiores) por la literatura tiene su encanto. Un tipo obsesionado con los tomates no.