jueves, 29 de octubre de 2009

llegando (diario de chile, 1)

Viajar es, por encima de todo, estarse quieto. Viajar en avión por lo menos. Quieto sin más o quieto en una cola. Quieto a diversas distancias de un mostrador de facturación. Quieto en los controles de seguridad. Quieto en los alrededores de la puerta de embarque. Quieto y muerto de miedo en el interior de un avión.
Me ha tocado sentarme junto una madre colombiana de edad indeterminada que viajaba con su bebé en brazos, pero no ha sido desagradable. No voy a decir que el niño fuera encantador: por primera vez en mis treinta y un años de vida, el exceso farmacéutico con el que embarqué ha funcionado. Todo sobre ruedas. Incluso el bebé parece haberse contagiado de mi entumecimiento voluntario. Todo el avión, a decir verdad, ha flotado en algún momento.
De un tiempo a esta parte no se me ocurre ninguna razón por la que no debieran caer ( o explotar o partirse por la mitad) cualquiera de los aviones a los que me subo.
Sentía algo dos puntos por encima del pánico ante la idea de pasar 17 horas encerrado en dos aviones y sin poder fumar.
Barcelona-Bogotá. Bogotá-Santiago. He salido ileso.
La programación de películas para el vuelo también ayudó: Las comedias universitarias dan sueño. Las películas de Van Damme (o de gente que a lo mejor no es VanDamme pero que se le parece y que también da patadas) dan sueño. De hecho ponen triste.
Mi amiga Sonia me consiguió diacepanes, orfidales y transiliums suficientes para invadir un país pequeño por la vía de la anestesia, y esta vez sí, esta vez, qué gusto decirlo,
funcionó. He pasado la mayor parte del viaje bajo los efectos de las diversas posibilidades combinatorias de pastillas y vino tinto; o lo que es lo mismo: a veces dormido, y a veces algo incluso mejor (he visto flotar azafatas, lo cual es, de lejos, lo mejor que me ha pasado nunca en un vuelo).
Cuando hemos aterrizado en Santiago estaba tan profundamente dormido, que si hubiera dependido de mí habríamos dado un par de vueltas más por el océano antes de bajar.
Admito ahora que he fumado un cigarrillo no entero y a escondidas en un lavabo del aeropuerto de Bogotá; y que la mujer que pedía las tarjetas de embarque para el vuelo a Chile ha levantado bruscamente la cabeza y ha dicho “quién fumó aquí”; y qué yo he señalado a un tipo trajeado que se alejaba por el pasillo en la dirección contraria.

Después de pasar el control policial en Santiago (seis de la mañana hora chilena, ni inspectores ni pasajeros le hemos echado muchas ganas): Avalancha de taxistas--sujetando entre las manos carteles con la palabra “taxi“, de la misma manera en la que en España sujetamos carteles con nombres y apellidos.
Todos sin excepción eran el taxi más barato de Santiago. Todos conocían la ruta más rápida. ¿A dónde? A donde sea. No sólo hablaban a la vez si no que hablaban con todos nosotros a la vez. No he hecho caso de ninguno de ellos. ¿Porqué? Por la misma razón (qué desagradable admitirlo) por la que no habría hecho caso mi madre o mi tía o mi abuelo, o generaciones y generaciones de desconfianza transatlántica.
Aquí va: todos hemos oído historias. Esa clase de historias: el país sudamericano y el recién llegado europeo. Vivos, listos, oportunistas, vagos, aprovechados, te la jugarán si pueden. Porque a mi primo Marcos le robaron esto en el aeropuerto de; porque yo conozco a alguien que conoce a alguien a quien en una cafetería allí le pasó que; porque te juro que es verdad eso que cuentan que; porque en la tele han dicho que. En fin, tres hurras por el imaginario colectivo.
Todo esto, de más está comentarlo, conlleva la (automática, inevitable) puesta en marcha de mecanismos internos de culpa y juicio, con líneas de pensamiento en torno a los estereotipos, el racismo, los clichés y los prejuicios (Líneas de pensamiento atenuadas en este caso por los fármacos, líneas de pensamiento por las que en realidad pasamos casi siempre de puntillas).
Por lo demás, la melé de taxistas ha producido un (curioso; breve; con cierto encanto) efecto de amontonamiento, de voracidad masculina o inmediatez de mercadillo. Todo ello a pesar de ser las seis de la mañana, y de que del avión bajábamos cuatro gatos, y que los taxistas en cuestión no eran más de diez. Durante treinta o cuarenta segundos, parecíamos muchos en un lugar abarrotado, y de repente había que ser rápido, listo, acertar o saber. Mis orfidales y yo debemos haber resultado un elemento decorativo extravagante, o un contrapunto cómico extraterrestre.
He cogido un transfer, como me indicó Cami, mi amiga chilena, con cuyo tío voy a residir. No hay buses de línea a la comuna la Reina desde el aeropuerto, o eso me han dicho. Nadie más iba en esa dirección, así que he ido solo en el transfer y me ha costado una pasta, o lo que a mí me ha parecido una pasta, a pesar de estar narcotizado y de no aclararme en lo más mínimo con el cambio entre euros y pesos chilenos. Me he ido con la sensación de que cualquiera de los taxis más baratos de Santiago amontonados a la puerta habría sido, efectivamente, más
barato, sea o no verdad.
Él conductor del transfer no se pone el cinturón, así que yo tampoco. Conduce rápido, pero seguro y cómodo. Aumenta el tráfico y el no disminuye la velocidad, y sin que llegue a variar un ápice su conducción, lo acabo catalogando de temerario. No deja para nada que la realidad del tráfico afecte su forma de conducir. Esto se hace así y lo demás no me interesa, no va conmigo. Por lo demás es un tipo simpático, conversador sin ser pesado o empalagoso, respetuoso con mis silencios de latino de sangre adulterada y mis maneras de recién salido de una operación. Fumamos sin parar en el transfer (vengo de mi encierro anti tabaco en aviones y aeropuertos, de mis chicles de nicotina y mis ansiolíticos), lo cual es una bendición. Le pregunto por la Reina y por Príncipe de Gales, donde voy a residir, y me dice “bien, un sitio tranquilo y buena onda”, pero se nota que no cree en lo que dice. En lugar de GPS (o lo que yo entiendo por GPS) el transfer tiene incrustado en el salpicadero un portátil diminuto de estos que no tienen reproductor de DVD incorporado y que abultan y pesan lo mismo que un libro de, pongamos, Javier Marías.
Las carreteras de las afueras de las grandes ciudades, las carreteras que las rodean o que llevan a sus aeropuertos son iguales en todas partes. Lo son al menos aquellas que recuerdo. No distingo de entrada estas carretera de las de Madrid o Estocolmo o Barcelona o París. Excepto por un detalle. Un pequeño detalle:
Los Andes.
La sensación de estar en cualquier sitio se anula, la sensación de estar en todas esas partes donde uno ya ha estado, en cualquiera de ellas o en todas a la vez (monólogos de carreteras somníferas que son el final de cualquier viaje largo) se cortocircuita ante la presencia--poderosa, tranquila y excesiva (excesiva al menos de buena mañana)--de la cordillera.
Esto es distinto, piensas, eso sí que no estaba. Si yo he estado aquí, eso no estaba.
Yo antes no he estado aquí.

2 comentarios:

loglady dijo...

un hurra por el viajero adulterado.
endivia cochina me das.
la gusta mucho tu impresión de los andes.
no te olvides del papel confort

Estepa Grisa dijo...

Has omitido que te conectaste desde una gasolinera a las... 7 de la mañana? 7.30?
Eso sí que me sorprendió.