miércoles, 14 de octubre de 2009

Anna Carné y el tiempo (algunas cosas sobre Salamanca II)

Su nombre, Anna Carné. La llamábamos así, Anna Carné, si bien no recuerdo que hubiera otra Anna en el grupo, una Anna que justificará el uso del apellido, como se suele hacer, para diferenciarla. En fin, que teníamos quince años y nos reuníamos en una plaza. Todo era intenso de una forma inabarcable, las cosas tenían una importancia terminal. Eran tardes de hacer y deshacer parejas, noches de horas y horas pegados al teléfono.
-- Fóllatelas, hijo. No seas tonto, que ahora estás en la edad--me decía mi padre, en confianza, medio susurrando, mientras hablaba por teléfono con Anna Carné.
No le hice caso. Me enamoré de Anna Carné.
Anna Carné era rubia, con el pelo largo recogido en una coleta. Tenía los pechos grandes y siempre estaba llorando. El divorcio de sus padres cuando aún era una niña la hacía llorar; sus peleas con su madre la hacían llorar; que sus amigas no la quisieran (sí la querían) la hacía llorar; si en una actividad de grupo quedaba separada de la gente que conocía, se echaba a llorar; Qué triste era aquella mujer, ahora que lo pienso. Sus lacrimales eran una masacre. Todos queríamos consolarla y yo me enamoré.
Como cada verano, me toco ir a Salamanca con mi madre. No quería ir, pero aún no estaba en condiciones de negarme. Vino también mi hermano, tres años mayor que yo. El año anterior mi hermano había conseguido, por primera vez, vencer la presión de mi madre y quedarse en Barcelona. Pero decidió volver, o mi madre lo sobornó para que viniera, o por no aguantarla cedió.
El verano anterior en Salamanca había sido bueno. Probablemente el mejor de todos mis veranos allí. Había pasado más de un mes en la ciudad, en compañía de mi primo de Valladolid. Mi primo era un año mayor que yo y cuando lo visitábamos en Valladolid, se enfadaba conmigo porque le imitaba. No sé porqué lo hacía. Imitarle. No era una parodia ni una burla. Más bien al revés. Era más bien como jugar a que mi primo fuéramos dos, y no él solo. Supongo que dos primos Gorka y ningún Cristian me parecía la mejor distribución posible. Se me ponía acento vallisoletano. Se me ponía risa de tenor. A él eso le daba lo suyo por el culo, y cogía unas peloteras tremendas.
Pero aquel verano fue distinto. En parte porque estábamos solos (mi hermano estaba en Barcelona, pinchando ruedas o fumando de madrugada), en parte porque mis ganas de imitarle parecían haber terminado, acabamos por llevarnos bien. No sólo eso: lo pasamos en grande. El centro indiscutible de aquel verano fue el estreno de la película Hot Shots (dos), una parodia de las películas de guerra y las películas de militares americanas, protagonizada por Charlie Sheen. Nos retorcimos de la risa en el cine, incapaces de creer lo que estábamos viendo. Repetimos diálogos y escenas de camino a casa, seguimos por la noche ya en pijama, y también al día siguiente. En realidad anduvimos jodiendo con la película por la casa y la ciudad durante todo el verano.
Si salamanca se ponía triste o aburrida, le echábamos una ración de Hot Shots (dos) y no parábamos hasta que nos dolía el estómago de tanto reír.
Salamanca era una ciudad donde los hombres aún llevaban sombrero y el tiempo pasaba despacio. Eso es a la vez triste y maravilloso, un arma de doble filo. Pero nosotros teníamos Hot Shots (dos) de nuestra parte.
Un año después fui arrancado de mi amor no correspondido por Anna Carné para ser llevado de nuevo a Salamanca. Aquel verano fue, sencillamente, un infierno. Si no recuerdo mal, fue el primer infierno serio de mi vida. Después he tenido infiernos, semi infiernos, infiernitos, infiernos de ida y vuelta. De todo ha habido. Pero aquel fue el primero y eso, quieras que no, marca.
No soportaba estar en aquella ciudad. No era allí donde tenía que estar. Mi vida me esperaba en otro sitio, mi vida estaba pasando sin mí. Eran las tres, y yo me esforzaba porque fueran las cuatro. Con toda mis fuerzas. Cuando llegaban las cuatro, lo daba todo para conseguir que fueran las cinco. Concebía (lo intentaba) los días como islas individuales, como retos aislados. Un enemigo cada vez. Si los hubiera mirado a todos de golpe, si hubiera pensado en aquel ejército de días al completo, me habría muerto allí mismo.
Me metía en los salones de juegos recreativos con mi hermano (le encantaban), daba paseos lo más largos posibles por la ciudad, me masturbaba cinco veces al día. Y nada.
Si iba al cine, no aguantaba la película hasta el final. Tampoco las aguantaba en casa, no podía meterme en aquellas películas. Yo sólo quería que fueran las cinco de la tarde, y aquellas películas no ayudaban. Ya se sabe lo que pasa cuando uno quiere (desea) que el tiempo pase, y yo lo quería con todas mis fuerzas.
Mi primo bajó un par de días pero apenas estuve con él. No me hacía ninguna gracia verle. Salí con él y con mi hermano una tarde, pero a la siguiente ya no.
Esquivaba en lo posible a mi madre, a mi hermano y a mis abuelos ( a mis abuelos ya los esquivaba antes).
En algún momento la cosa trascendió a Anna Carné. Se convirtió en algo más. Tuve la sensación de que mi forma de relacionarme con el tiempo estaba cambiando para siempre. Como una maquina del infierno que se saliera de su eje y siguiera rotando. Me costaba dormir. Dormía unas pocas horas, despertaba de forma violenta. Y vuelta a empezar. Ahí estaba yo, contra Salamanca y contra el tiempo. ¿qué me está pasando? Pensaba. Ya no quería ver a Anna Carné, o ya no sólo quería ver a Anna Carné. Quería volver a Barcelona, estar otra vez dentro de mi vida. Devolverme al interior de mis propios ejes. Tenía miedo de la telaraña en que se convertía mi cabeza. ¿Volvería a ser normal?, ¿me quedaría así para siempre?
Volver a Barcelona fue suficiente y no. Recuperé mi vida, mis lugares, mis rutinas internas y externas, y aquello se calmó. Pero algo era distinto. Yo había visto algo de mí, algo que no me gustaba. Ahora sabía que eso estaba allí, que había sucedido y podía, por tanto, volver a suceder. A Anna Carné la quise para siempre hasta que me enamoré de otra. No fue cosa mía. La adolescencia, que le pone a uno así.
Como ya he dicho antes, no es la única en que me he convertido la cabeza en una ratonera. En otros momentos, por muy distintas razones, he vuelto a sentirme así. A estas alturas estoy casi convencido de que se trata pura y duramente de una cuestión de funcionamiento. No es cuestión de contenidos. Es una cuestión de funcionamiento. Pensemos ahora en un reproductor de DVD. Este reproductor de DVD en el que estamos pensando tiene una tara. Un fallo. Pongamos, por decir algo, que la imagen se acelera sola de vez en cuando, repitiendo (por si la aceleración no fuera suficiente) la misma escena una y otra vez. Tú estás en el sofá viendo la película, ni siquiera tienes el mando en la mano. La misma escena repetida, una y otra vez, a una velocidad extraña.
Pues eso.
Digamos que mañana me despertara con un profundo interés por el cultivo de los tomates. Empezaría, de forma inocente, por placer y en mis horas libres, a consultar revistas especializadas, artículos en internet, a hablar con personas del gremio. Cómo se planta la semilla de una tomatera, qué interesante, qué condiciones son las más favorables para que crezca sana, qué interesante, qué tardan en crecer y dar frutos. Cuándo se recogen, cómo se distribuyen, cuál es el precio de venta a los distribuidores.
Si yo me levantara una mañana con ese interés, sé que llegaría el día en que mi pasión por los tomates derivaría en una obsesión enfermiza que me sacaría del mundo y de la vida. Sé que llegaría el día en que los tomates harían de mi vida un infierno. Sufriría por las inclemencias del tiempo y lo que podrían hacerle a mis tomates (en caso de tenerlos), o a los tomates de otro (si yo no tuviera). Sufriría por la bajada del precio de la venta, por las huelgas de transportistas, por la competencia desleal de otros países de la unión Europea. No podría quitármelo de la cabeza. Los tomates se apoderarían de mí.
¿Porqué? Por que soy así.
La imagen en mi cabeza se aceleraría, repitiendo siempre las mismas secuencias.
¿Por qué? Porque siempre lo hace.
Supongo que en parte es por eso que estoy volviendo a escribir. No sólo porque mantener mi cerebro ocupado tiene sus ventajas, no sólo por darle salida a mi talento para obsesionarme. También porque, ya que voy a acabar así igual, que sea al menos por algo que no de vergüenza. Un tipo obsesionado (dándose incomprensibles latigazos interiores) por la literatura tiene su encanto. Un tipo obsesionado con los tomates no.

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