viernes, 30 de octubre de 2009

diario de chile, 2

La maravillosa sensación de ir a un sitio y comprobar en cuanto llegas que no estas. No hay nada de ti allí todavía, todo te es ajeno. La vida es nueva y sobre todo posible. Tu cara no se refleja en los escaparates en las calles, aún no estás en los desayunos, ni en los autobuses, no hay nada de ti en los bares. La ley de la gravedad no ejerce en Chile, no de momento, las calles son un misterio y cada viaje en metro un desafío. La maravillosa sensación de torcer en cualquier esquina y no saber dónde estás, de poder ser otro y cualquiera. Pero todo lo que de uno no llega en el avión acaba por llegar igual. La mediocridad y el aburrimiento vienen a nado, pero vienen. Vendrán.
Estamos a treinta grados y las cimas de la cordillera, mentirosas, aparecen nevadas. Los Andes. Otra vez la cordillera. Mientras me enjabonaba en la ducha, ¿qué se veía?: la cordillera de los Andes. He meado viendo los Andes desde la ventanilla del lavabo de una cafetería. Desde la terraza donde fumo en mi departamento se ven los Andes. Vivo rodeado por el más majestuoso de mis suspensos en geografía (nunca supe bien dónde estaban las cosas, ni en los mapas ni fuera de ellos, suspendí siempre todas las materias de orden práctico). Siento la insistencia de turista sobre este asunto (me rechina escribir tanto al respecto), pero la influencia de la cordillera sobre el paisaje de la ciudad, y especialmente (supongo) sobre el recién llegado--el impacto, el descaro de su exagerada inmediatez--me descoloca. Diría incluso que tiene un efecto vitamínico sobre mi ánimo. Te levantas viendo esas cumbres y te dan ganas de invadir algo, de cantar hasta la afonía una marcha militar.

Los grifos de agua de la ducha son de ruedecilla y están separados. Uno para el agua fría y otro para el agua caliente. Esto es así y hay que aceptarlo. Estas cosas pasan. Dar con la combinación adecuada para conseguir una temperatura de agua razonable es algo que se me antoja más allá de la duración de mi estancia en el país. A medida que el agua se acerca al final de la tubería hace un ruido de semental dispuesto o de tragedia inminente, que, por más veces que lo oiga, me provoca una carcajada.
He conseguido que el tío de Cami me autorice a fumar en mi habitación. “He conseguido” es un resumen injusto, por escaso, de la insistencia de ametralladora infalible a la que le he sometido. Él también fuma, pero por alguna razón en esta casa se fuma sólo en la terraza (relaciono esta prohibición, la relaciono sin pruebas, con el hecho de que hasta hace seis meses Ricardo, el tío de Cami, viviera aquí con su madre. Ella falleció, así que ahora, lógicamente, ya no viven juntos--o eso espero. Me da por pensar que la prohibición es previa al fallecimiento de la madre, y que ha sido asumida por él como una costumbre más de la vida en el departamento, como almorzar en el comedor o pasear el perro a media tarde. En fin, que voy a fumar en mi pieza). Ricardo ha transigido. De hecho, ha sido encantadoramente comprensivo (parece serlo en todo). Se lo agradezco. Para mí era motivo de mudanza. Yo he venido aquí a escribir una obra maestra (o más), y como todo el mundo sabe las obras maestras no se escriben saliendo a fumar a la terraza, se escriben entre montañas de humo, destrozándote la vista, la espalda y la salud, sin levantar el culo de la maldita silla.

En mi nueva habitación hay un libro que dice “quién explica de verdad bien la biblia” y unos esquís con el manguito amarillo fluorescente. También hay un ordenador del tamaño de una nevera, que ya nadie usa, y que es todo lo rectangular y aparatoso que puede ser un ordenador. Si lo vaciáramos podría servirme de armario. La cama donde duermo se hunde por tres puntos distintos, pero lo hace de una forma ciertamente encantadora. Las paredes son azules y hay familias de ositos saludando dibujadas. Los ositos no sonríen, simplemente saludan. Hace unas horas estaba en Barcelona y ahora estoy en la comuna la Reina, Príncipe de Gales, Santiago de Chile. He oído no menos de veinte veces la palabra hueón desde mi llegada. Mi corrector de Windows da como error ortográfico, con toda justicia, la palabra hueón. Hay un perro en la casa. Por la forma en que Ricardo abraza al perro estoy cada vez más convencido de que es gay. Ricardo, quiero decir. No le he preguntado pero creo que no trabaja. Me parece que vive de los varios alquileres a su cargo en el edificio (es un edificio familiar, en varios departamentos hay parientes suyos y otros están sin más a su cargo). De ser así, me parece de lejos el mejor empleo del mundo.
El perro es pequeño y feo, cariñoso cuando le apetece y con unos inexplicables (dado su aspecto) aires aristocráticos. Parece todo el día apunto de pedir te y pastitas, o de ir a reñirte por lo sucias que llevas las uñas. Es un perro escandalosamente mimado, con pose y actitud de tener una pronunciación y un vocabulario de escuela privada.
Ricardo tiene un amaneramiento comedido, retentivo incluso, como si hubiera pactado consigo mismo la máxima contención en sus desplazamientos, más allá de las posibilidades que ofrezca el espacio. Se pasa el día limpiando y me pide (me exige) hacerme él el desayuno. Torradas con mantequilla, café y leche en polvo, pan con dulce leche (al que aquí, con toda justicia, llaman manjar). Me destrozaría la dentadura de nuevo y lo haría a feliz si quedara encerrado para siempre en un almacén de dulce de leche. Y esto lo dice alguien que está a la espera de cinco implantes dentales y con más fundas que dientes sanos. Mi primera impresión de Ricardo fue un tanto ambigua, pero cada vez estoy más convencido de que vamos a llevarnos bien. Se nota que le alegra tener vida, gente, movimiento, a su alrededor y en la casa, sabe estar y conversar, sabe dejarte a tu aire y no molestar. Es empático y agradable. Quiere a Cami con locura y eso siempre es buena señal.
Por la noche he ido al cine con Cami. Hemos visto una película chilena verdaderamente mala. Super, se llamaba. Aparte de no gustarme, he experimentado a ratos la curiosa sensación de que te hablen en tu idioma y no entender nada. (¿Qué ha pasado por aquí con el idioma desde la impotencia trasatlántica de Fernando VII?)
Hemos tomado un vino en la terraza de mi departamento. Hemos hablado de los distintos tipos de ansiolíticos y demás pastillas para histéricos que tomamos, hemos hecho un great hits de ataques o reacciones nerviosas memorables. Lo he pasado en grande. Casi había olvidado lo bueno que es hablar con Cami, la sensación de descanso que produce hablar con ella.

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